viernes, 16 de junio de 2017

Mora

Volvía ya a la casa por la vereda oscura del barrio cada vez más peligroso en el que vivo; peligroso no es el barrio sino la gente mala. El paisaje pasaba a mis costados como escenografía sin fin, esa que se repite por un sistema de rollos con una cinta pintada. Verdulería, encargado del edificio, perro, caca, muchacho con skate, moto de delivery...
Cuando llegaba a la esquina anterior a la de la casa una parejita de adolescentes se dio un beso ruidoso, sexual, pude sentir el sonido de los labios despegándose, la saliva explotando, y exageraría si hablara sobre que visualicé las hormonas en el aire. Me quedé pensando en la necesidad que tenemos de enamorarnos constantemente. De la misma persona, de personas diferentes, de cosas. No tuve más remedio que caer en esta realidad abrumadora que nos depara este sistema de ratoncitos en laberintos que somos. La plata, las necesidades inventadas, las regulaciones, los hábitos heredados. Sentimos el peor cansancio de todos que es el de usar nuestro tiempo en terceros para poder alimentarnos con comida que nos ofrecen empresas que les ponen el precio al veneno que llevan dentro.
Vivimos en un cuento de cansancio y fatiga; cuando el clima está frío ese frío es una mierda espesa que se nos mete entre los músculos de los codos y las rodillas, moqueamos mierda en forma de agua líquida que nos secamos con las mangas; lo odiamos, odiamos el frío.
Cuando hace calor ese calor es una mierda tibia y viscosa que se desliza en las ingles y las axilas y baja inescrupulosamente desde los pelos de la cabeza por la canaleta de la espalda hasta donde llegue; lo odiamos, odiamos el calor.
Cuando hace una humedad como la de hoy esa humedad es una mierda gaseosa, compresora de pulmones y pleuras, atascadora de respiración y anestésico muscular; la odiamos, odiamos la humedad. Odiamos todo y es increíble porque no estamos hechos para odiar, y ese odio, o capaz es otra cosa, nos pesa en la mochila, en la bolsa de las compras, en las extremidades y sobre todo en la cabeza.
Llego a la casa, abro la puerta de calle con cuidado de que nadie se quiera meter conmigo para robarme las cosas que tengo, que las lloraría como si las necesitaras o por el sólo hecho de que son mías. El ascensor baja tres pisos hasta el cero en el que espero y subimos mas lentos por el peso de las cosas que ya dije antes. Abro la puerta del departamento, la casa, y me recibe la perra con un amor que tapa todo, con la alegría que pisotea lo racional y babea mi humanidad ya húmeda con cariño instintivo. Se da el ansiado enamoramiento; la amamos, amamos a la perra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario