viernes, 28 de junio de 2013

Bocadillo

Estar tan lleno de palabras y no escupirlas puede devenir en una muerte mental tan drástica como irreversible.

miércoles, 26 de junio de 2013

Tiempo



La ciencia explica, a través del físico holandés Van Wijk, los vórtices temporales como concatenaciones de fenómenos moleculares posibles por la fusión de cadenas simples atómicas en constante movimiento, producido por energía constante en un eje estable a una velocidad mayor a la de la luz. El postulado expone que el movimiento temporal de materia efectuado podría asemejarse al desplazamiento de un micrón de segundo por cada 0,03 aliones de masa en un microcosmo aislado de gases nobles.
Los filósofos Ayerra, Castro y Díaz, en España, sostienen desde la lógica Feltriana que los viajes en el tiempo son posibles en un plano emocional elevado de un individuo preparado espiritualmente, adosado a variables tremúlicas (voz castellana), tomando el modismo germano zeit-Geist  y aplicándolo en conceptos amplios como ‘arte’, donde concluyen la teoría con una alegórica transposición de unidades trascendentes a través de las eras.
Algunas religiones antiguas como la de las sociedades mesócritas, predecesoras del Islam, atribuyen a sus divinidades (Maer y Zugais, por ejemplo) propiedades físicas de transfiguración y teletransportación temporal.
Sin ir más lejos, el expulsado teólogo franciscano, Adir Muschtein, alude la supuesta resurrección de Jesucristo a un episodio de transpolación temporo-espacial, en el que traslada su cuerpo antes de su muerte en un elípsis sincrónico que lo hace aparecer luego en el mundo de los vivos.
En 1996, Olga Nawrocki, empleada de ventas de una cadena de fabricantes de electrodomésticos, hija de inmigrantes polacos, pasea sus cinco perros (Baute y Mesías sueltos; Sultán, Mérida y Plisé con correa) y maldice a un conductor ausente de un auto mal estacionado en la esquina de Moldes y Rivera.
Metros después pestañaba con fuerza y al abrir sus ojos era un esclavo malayo en algún desierto africano, que despertaba de un extrañísimo sueño de una mujer de cabellos de oro que arriaba pequeños animales peludos en un raro mundo de pirámides rectas, repletas de ventanas, y luces como las del sol que salían de todos lados, incluso de fantásticos bólidos metálicos que llevaban gente dentro. Así se relativizaba toda teoría a la experiencia no registrada.

el príncipe Gudnat



Gudnat se había despertado siete veces esa madrugada, más por la sed que por sus pesadillas, y no menos por su ansiedad.
En una de esas siete veces de desvelo tomó un candelabro con una vela encendida y se dirigió a hurtadillas (casi por costumbre social, ya que estaba solo) a la sala de trofeos donde se agazapó a un pequeño diván de cuero laminado y pidió a los dioses que lo aliviaran de tanto resquemor, que lo transportaran del mundo de la vigilia al de los sueños.
Despertó encandilado por el alba en una reposera de mimbre danés en la que solía tejer largas calcetas para navidad su difunta abuela, la Duquesa Fariet.
Se incorporó tembloroso y con unos pedazos de papel en la mano, maltrechos como su cuerpo que yacía fatigado en el césped, y luego caminaba por impulso hacia el jardín lateral de la cúpula Oeste.
Se deshizo de su pijama a la altura de las fresias y divagó en paños menores por todo el parque, cantando versos de infancia juglar, y rodando por los pastos ensuciándose en un primitivo ritual.
Corrió al lago persiguiendo a las ocas con falsos graznidos y se lanzó al agua en un coreográfico salto que culminó en una resonante zambullida. Acarició su cuerpo, su cara, y no salió del agua hasta percatarse de que sus dedos estaban arrugados.
Entró a la sala de trofeos, tomó el candelabro de la noche pasada y lo volvió a llevar a su alcoba, donde descansaba en su cama, un oso de felpa que la mismísima Señora Minerva Rusque había zurcido y cosido con sus propias manos.
Abrió el cajón de la cómoda; sacó un penique y lo apretó con fuerza. Era su moneda de la suerte. Antes de volver a cerrar el cajón tomó la daga del tío Dowight y enfrentó el filo punzante contra su abdomen, como marcando una trayectoria curvilínea que nunca cesaba su recorrido en vaivén, que se frenaba en el vacío antes de llegar a su piel.
Oyó las campanas del portón principal y el resonar de los cascos de los caballos que arriaban el carruaje Real.
Dejó la daga bajo la almohada, se perfumó de azahares, se vistió de traje azul y subió a la carroza con sus padres para comenzar el camino a la Ceremonia de su coronación en Billsworth.

El descubrimiento de Vaclav Burjanek

Vaclav Burjanek era un tipo que se estaba quedando calvo, que amaba el olor del tabaco fresco, que disfrutaba de ir a los cafés en días lluviosos y que sonreía enternecido al ver familias con niños, con algo de nostalgia.
Todo eso es más que anecdótico y casi sin importancia.
Vaclav Burjanek llevaba dos años de estadía en un viejo apartamento de la calle 55 en el Barrio Nuevo Bristol y festejaba sin saberlo el segundo aniversario de la mudanza en soledad, tomando una Coca Cola tibia al lado de una salamandra que tenía en el segundo rincón más oscuro de su hogar.
Hace varios meses había sufrido demasiado por la separación con su esposa, que lo había dejado por segunda vez; esta vez se había ido con un afamado bailarín de tango salón del Barrio Zorzal. La ruptura fue definitiva.
Esto otro si bien es un causante, no llega a ser el meollo del asunto y resulta irrisorio frente a los sucesos que harían famoso a Vaclav Burjanek.
Nacido en Praga en una primavera lluviosa, su familia emigró al nuevo continente en busca de sueños que nunca prosperaron. Los sueños...
Vaclav era un artista volátil, hábil en varias artes pero poco especializado en una en específica, lo que lo hacía un hombre orquesta. El se autodenominaba mediocre.
Inició estudios en teatro con una directora reconocida del cual no puedo dar el nombre por ahora, por razones de estricta reserva, la cual me fue encomendada por ella misma, quizás por miedo, o por vergüenza, o sólo por discreción.
Según la directora era un actor en franco ascenso. Pero todo esto no hilaría la trama que me interesa contar. Todo es accesorio.
Un 6 de junio Vaclav dejó de ir a trabajar definitivamente, sin aviso, repentinamente y con mucha culpa. Sentía que no podía seguir.
Una licencia de largo tratamiento de meses atrás diagnosticaba un problema psicológico, pero era una licencia falsa, que escondía la verdadera magnitud de sus acciones, el significado oculto y principal.
El mismo 6 de junio los movimientos de la tarjeta de crédito de Burjanek mostraban gastos excesivos en comparación a los usuales y agotó los límites de su sueldo. Carpintería, almacén y verdulería fueron los tres rubros que atacó en el Mercado Central de Nuevo Bristol. Las provisiones fueron calculadas minuciosamente en planillas desprolijas y números toscos.
Desde ese día Vaclav Burjanek creaba un nuevo mundo en su mundo, o quizás eso fue mucho antes.
Fue por enero pasado, de ese mismo año, que había empezado a encontrar extraños detalles que superaban su racionalidad.
Una noche llegó de su trabajo y notó unos pequeños organismos que colgaban sobre las paredes. Habrán sido cuatro, o seis, todos idénticos entre si hasta donde se podía observar. Un capullo de forma tubular y estructura blanda, recubiertos de una especie de pelusa afelpada. De ellos salían pequeños y viscosos seres de movimientos acotados y curvilíneos que serpenteaban sobre los muros blancos de su habitación.
Buscó todo tipo de información en las enciclopedias de su apartamento pero fue en vano.
Pasó varias horas observando su comportamiento. Se animó a tomar uno de ellos con una pinza de depilar que había sido de su esposa y mató a uno de los organismos cortándole la cabeza, o lo que parecía serlo. En realidad nunca supo si el corte fue letal, pero se sintió aterrado por varios minutos mientras un frío acusador recorría su pescuezo y las sienes.
Agotado de tanto estudio accedió a categorizar a los seres dentro de la calidad de organismos larvarios, y planteó una teoría que sólo el escuchó en su cabeza. Era un paso intermedio en la metamorfosis de algún insecto quizás.
Temeroso a que algo se le escape de su comprensión racional o de su conocimiento académico concluyó en bautizarlos quimerillas, sólo hasta que descubra qué eran en realidad, si es que alguna vez habían sido descubiertos.
La noche siguiente no fue menos agitada y fue especialmente húmeda y fría para tratarse de un verano sudamericano.
Directamente no durmió hasta que se hizo la hora de irse de nuevo al trabajo. En el medio todo fue experimentación. Ningún libro de los que había sacado de la biblioteca daba información certera que coincidiera con las características de las quimerillas.  Pero seguía habiendo similitudes en su clasificación con las académicas que exponían sobre los estados larvarios. Sólo diferían pequeños puntos.
Esa noche fue más silenciosa que nunca. Las quimerillas habían ascendido en número a unas cientas. Fue un crecimiento abismal, acelerado y quizás chocante.
Elaboró algunas hipótesis sobre ese incremento poblacional incursionando en gráficos de curvas que merodeaban cuestiones meteorológicas, matemáticas, y hasta emocionales. En ese momento fue  cuando desistió por minutos y abandonó la ginebra por un instante.
El sol pegaba en la ventana de la habitación y era momento de irse.
Antes de marcharse bajó la persiana de la habitación como para que al volver de noche, otra variable pueda ser analizada; la luz solar.
El día en la oficina fue tranquilo, un trámite; cuestiones de incisos, deducciones, créditos y otras hierbas contables. Pero las quimerillas no se iban de sus pensamientos  ni por un instante.
Vaclav llegó un rato antes a su casa esa noche y fue directo a la habitación. Ese sería el itinerario de la nueva vida de Vaclav Burjanek; trabajo, bus, puerta, ascensor, habitación. Un círculo perfecto e infinito.
Las quimerillas habían incrementado su número nuevamente. El vigésimo conteo de la noche calculaba unas trescientas cuarenta y dos quimerillas. Todas del mismo tamaño. Quizás el estado anterior al larvario fuera microscópico ya que aparecían repentinamente. Necesitaba ver el fenómeno con sus propios ojos y esperar que por fin dieran a luz la evolución final de ese ser al que ya también había bautizado, y hasta tenía bocetos que había dibujado.
Las quimerillas parecían alimentarse de otros microorganismos similares a los de su estado inicial, lo que hacía invisible al ojo de Vaclav una supuesta cadena fagocitaria, ya que no disponía más que de unas lupas viejas y unas linternas de luz blanca del viejo boticario de Plsen.
Otra interesante manifestación de las quimerillas eran sus vaivenes dentro del capullo. Eran tan parecidas a una lombriz como a una serpiente, pero translúcidas y rosáceas, e ínfimas.
A Vaclav le gustaba acariciar el capullo (el lo llamaba cóstrica) con movimientos de su dedo índice desde arriba hacia abajo. A eso de las 3 de la mañana, cada noche, las quimerillas salían al unísono de sus cóstricas y remedaban una suerte de danza que al principio suponía un cotejo de machos a hembras, hipótesis que fue descartada en el momento que Vaclav descubrió que eran organismos asexuales y que se reproducían por medio de esporas, uno de los medios de reproducción menos comunes en los tres Reinos que en esos días estudiaba (Animalia, Vegetal y Fungi).
El sábado llegó por fin y era el momento perfecto para la observación completa; diurna, vespertina y nocturna.
El viernes había sido un día para dormir. Las quimerillas habían bajado al piso y su comunidad superaba los mil quinientos ejemplares.
Vaclav, tras muchas horas de experimentación con todo tipo de sustancias, había descubierto, entre otras cosas, que las quimerillas eran esquivas al cloruro de sodio, por lo que trazó un camino de sal desde su cama hasta la puerta de salida, como para tener un paso limpio y no pisar a ninguna por accidente.
La dichosa mañana de sábado fue un despertar resplandeciente; tres mil individuos de quimerillas y algunas sorpresas en la oscura habitación que sólo se alumbraba por un foco tenue en un velador desvencijado.
Algunas quimerillas se fusionaban entre sí formando nuevos especímenes a los que Vaclav llamó metaquimerillas dobles y triples, ya que nunca se fusionaban más de tres. Había detectado algunos movimientos importantes, como fenómenos migratorios a determinadas zonas de la habitación, donde intuía, había más concentración de su alimento.
Las zonas que quedaban libres de quimerillas y metaquimerillas eran atacadas por una especie de hongo verdoso que fue poblando las paredes y luego los zócalos hasta llegar a zonas del piso. Los llamó forestes por su similitud a árboles que formaban como pequeños bosques vistos desde arriba.
Febrero y marzo pasaron repentinamente y la bitácora de Burjanek necesitó tres tomos más, tras todos los avances y descubrimientos. Todo ese registro era suyo y sólo suyo, y quizás algún día se lo confíe a la humanidad como un suceso universal; una nueva especie.
En abril empezó a falsificar certificados médicos con la ayuda de su amigo Viktor Kuna, un doctor reconocido del Barrio Lavalle. Su investigación no podía ser interrumpida por su trabajo. En realidad su nuevo trabajo era la investigación.
Esos meses fueron aislamiento puro, no veía más que a Kuna para pedirle certificados. Pasaba días sin comer y sin bañarse. Justamente Vaclav, un obsesivo del orden y la limpieza.
El inframundo de la habitación podía verse tenebroso y sombrío, pero no para él. Eran sus criaturas. El vivenció su génesis, y esperaba, según sus cálculos, que para diciembre terminaran de evolucionar a su forma final; los belórofos, la conclusión de su extensa tesis y la recompensa a su arduo trabajo.
La habitación estaba repleta de metaquimerillas triples que se adueñaban de todo a su paso, excepto de la sal del piso y de la que bordeaba el colchón de Vaclav.
Estaba cada vez más feliz con sus nuevas amigas, y su depresión por su ex mujer ya no tenía lugar en su vida, ni sus frustraciones laborales, ni su carrera artística, ni nada. Era uno más de la manada quizás. Pero era su protector y su esperanza. Las incubaba en las condiciones perfectas para que los esperados belórofos nacieran con sus alas fuertes y coloridas.
Lo bueno es que Vaclav nunca escapaba de su sano juicio al fin de camuflarse con las metaquimerillas, y era conciente que su condición humana era la única forma de garantizar que el proyecto sea fructífero.
Los bailes nocturnos de las metaquimerillas emitían una vibración sonora en sus nanocóstricas (cóstricas más evolucionadas que lucían manchas violáceas y pérdida de pelaje). La vibración en masa emitía un zumbido excitante para Vaclav que le recordaba al sonido de las chicharras en verano, pero unos cuantos decibeles por debajo.
Los finales de abril fueron pobres en avances, salvo en la reproducción. Las metaquimerillas triples ascendieron a mas de tres millones de ejemplares, cálculo aproximado que dedujo por  las medidas del cuarto y la perfecta alineación en rectángulos de las metaquimerillas, que se encimaban en columnas de a quince miembros, en volumen, y que empezaban a adueñarse de los sectores con forestes, tapándolos con una sustancia babosa, la clérida, en la cual formaban su propio alimento.
Mayo fue un despropósito en la oficina. Iba por tres horas, acto que su jefa le reprochó con justa razón. Perdió dinero por los días que faltaba sin aviso y decidió que pronto llegaría el día en que no iría más a perder el tiempo con asuntos de contaduría.
Cuando llegó junio en el almanaque, las metaquimerillas proferían su danza y su canto tres veces por día. Vaclav cenaba en el baño y había clausurado algunas habitaciones, donde guardó casi todos los muebles, excepto una vieja salamandra y una alacena rebatible. Aisló los cuartos anexos con colchones y almohadones para que la acústica externa no estropeara las grabaciones de los sonidos de las metaquimerillas.
El 6 de junio a las 22:42 Matías Szlak y Federico Sánchez, amigos muy cercanos de Vaclav que no supieron de él por meses, irrumpieron en su hogar para celebrar los dos años de su mudanza. La portera ayudó a los jóvenes a pasar al edificio y luego a forzar la puerta del apartamento 13 del piso 2, con total desesperación informados por la mujer sobre el aislamiento de su amigo.
Después de encontrar la sala principal destrozada y el baño lleno de platos sucios, ropa podrida y muchas botellas de ginebra, lograron ingresar a la habitación de Vaclav Burjanek. Allí encontraron el cuarto desamueblado y vacío con las paredes blancas, casi limpias, excepto por los trazos de finas y extrañas marcas de bolígrafos de medición. También hallaron el cadáver de Vaclav Burjanek desnudo sobre un montículo de sal, con ronchas extrañas en su cuello y abdomen, y una sonrisa inmensa en su rostro.

martes, 25 de junio de 2013

mar



Realmente tenías razón. Estabas siendo egoísta si seguíamos con todo ese jueguito de resurrecciones amorosas.
Acepto que no lo tomé de la mejor manera, todo lo contrario, pero esos cafés últimos que tomamos ahora saben mejor compartiéndolos conmigo mismo en un reencuentro con mi soledad.
Vos, intuyo, tendrás tus momentos, casi todos en compañía de ese novio tuyo, de la etiqueta de amor que decidiste crear casi como para sentirte más segura, como para tener algo certero en qué apoyarte.
Yo entiendo que no podías vivir mas con engaños. Pero habrá que ver qué dice el tiempo sobre eso. Cuál era el engaño al fin; el de seguir esos absurdos cafés en mi compañía, o el de esa atadura casi burocrática.
Por mi parte estoy remando en un pequeño charco de brea al que yo llamo malas rachas, de las cuales casi siempre rescato un gran aprendizaje.
Pero ahora, de un amor estoy lejos, como para que te des una idea; en ese ámbito el charco de brea se convierte en un océano.

lunes, 10 de junio de 2013

Tango y sirenas



‘’Tenía aquella casa no sé que suave encanto en la belleza humilde del patio colonial.
Cubierta en el verano por el florido manto que hilaban las glicinas, la parra y el rosal.’’
Fragmento del Tango ’Marioneta’.

Por la tarde noche, Corchea y Astor, corretearon agitados por los alrededores del Conventillo de Libertad y Córdoba entre grescas y milongas, entre chamuyos y piripipí.
Patearon déle taconazo y firulete desde Paseo de Julio a Villa Crespo y bajaron al Abasto para buscar a la Griega que esperaba impaciente entre el frío y el aburrimiento de la noche que caía sobre los caseríos de Gallo.
Buscaron alguna cueva como para donde caer. El bodegón de Guarda Vieja estaba repleto de manyines y paicas pesadas, y algún que otro compadrito que se la daba de guapo por estrenar navaja.
La espera para entrar al bodegón, en el empedrado, fue tomada como falta de respeto por los tres amigos. Astor tiró la piedra al vitró de encima de la puerta y volteando algunas bicicletas que habían anclado los clientes a unos fierros de la vereda salieron disparando en busca de otro lugar.
Se dieron luego de andar errantes, con el bar de la Sanata; cantina presumida y ociosa con música a todo trapo y los músicos que ya llegaban. Se acomodaron los tres en una mesa de cuatro atendidos por una flaca jirafona a la que Astor le echó el ojo, y juró por santos paganos que si tuviera oportunidad le hincaría los dientes, nomás.
La Griega sacó de su mariconera (especie de morral de cuero) un enorme tomo de innumerables hojas que nunca llegaban a terminar su tesis. Trabajan en conjunto con Corchea sobre fenómenos de biología marina y evolución.
¡Haberlas visto! Cuando una se cansaba de exponer las convincentes teorías que habían elaborado, la otra continuaba con una finura exquisita que parecía una sola voz. Era un lujo escucharlas en tanto esmero. Rebasaban de entusiasmo en la descripción de esos bichos.
Y Astor metía algún bocadillo inseguro, dando esos datos inútiles que sólo el sabe, esos que se olvidan al dar vuelta la página.
Las tipas eran un relojito; Tiki Tiki, bla-bla, y una lección de sirenas. La mesita de al lado del ventanal era rodeada por algunos chusmas que también querían oír. No todo el mundo sabe de sirenas como estas chicas, y menos con tan creíbles alegatos, con tanta prueba en su haber, con tanto rigor científico.
La banda subió al pedestal con una soberbia digna. Un viejo a la voz acompañando el punteo de su guitarra, un barbudo pelilargo al bandoneón que dibujaba unos gestos ridículos en cada soplido del fuelle, y un malevo de ley a la guitarra rasgueando, con una cara de sombras largas y un engominado tirante y parejo.
Los tres amigos en la mesa dando cátedra; las migraciones conjuntas de las sirenas y los cetáceos, vídeos explicativos y testimonios un tanto aterradores. Los allegados ya se mareaban de tanto parlamento entre vino y vino. Cabeceaban dormitando y un repiquetear de alguna nota iracunda los confundía en ‘’por una cabeza’’ y algún dato curioso sobre la columna de los tritones y las necesidades de los simios acuáticos.
Era todo fiesta. La mesa principal de los mafiosos del Tango nuevo y los aplausos recorrían el boliche.
El único momento en que las muchachas de las sirenas profirieron un respetuoso silencio fue en el que empezó a sonar el tango que Astor siempre cantaba; el de la Abuela en el patio, bajo la viña.
Las amigas lo miraban enternecerse en cada estrofa y apasionarse en el estribillo.
Lo que se dice vale si se escucha, decía siempre Astor. Y los tres escucharon de principio a fin esa canción, para poder seguir después deliberando sobre sirenas y firuletes.






Maestro


Al Maestro Francisco Javier Aguirre.

Siempre me sedujo más, en términos de afinidad, la denominación de Maestro por sobre la de profesor. Será que la última se asemeja a la de título académico (cosa a la que escapo), y que un Maestro da un legado más allá de eso.
Los maestros y sus enseñanzas de vida; trillado pero válido. La medición es la sabiduría y lo humano de esa gran persona. Y no puedo evitar el recuerdo de algún sensei de mis lecturas, o algún sabio filósofo helénico y sus discípulos aprendices.
Hablo desde el lugar de las personas que nos sentimos tales por pertenecer a ese grupo selecto de poseer al menos un Maestro. En verdad todos tenemos un Maestro en la vida, a veces sin darnos cuenta.
Mi Maestro fue un minucioso forjador de mi casi obsesiva ortografía. El mago que nos desplegaba un arco iris de matices infinitos en cada página de cuento que nos leía, en cada verso que nos obsequiaba. Eran verdaderas lecciones de semántica, de valores, de sintaxis y humanidad.
Era un poeta delicioso en un mundo de toscos canchereos, y él con su caballerosidad de antaño se sublevaba a toda la moderna ola de exabruptos y de irrespetuosidades. Un estratega de homónimos, un detallista humilde y simple. Un canto a la constancia y la paciencia, y una sonrisa compartida.
Nunca fui de los aduladores, tal vez, no de los que se acercaban a su pupitre a decirle cuánto lo apreciaban. Quizás por gajes de mi edad, o por tonta timidez, o vergüenza al que dirán de los crueles niños que éramos.
Pero ahora de grande, de sensible llorón de rincones de cines, de completo entregador de verdades, de angustias de devorador de libros, me atrevo a devolver todo el cariño y ese gran oficio de persona en una gran explosión de admiración, en forma de letras.
Al gran Maestro que fue, es y será. ¡Gracias!