martes, 29 de octubre de 2013

El interno 607

El interno 607 de la línea 338 tenía sólo una puerta, la delantera, por donde los pasajeros subían y bajaban. Un día el conductor de la unidad tuvo la jocosa idea de colgar un cartel de ''descienda por atrás''. Dicen que algunos pasajeros nunca pudieron bajar del interno 607 de la línea 338, y que se ha creado una pequeña comunidad organizada de los que nunca pudieron descender por atrás.

sábado, 26 de octubre de 2013

Silva

Nelson Alejandro Silva fue un escritor uruguayo que desde los 6 años vivió en Buenos Aires hasta el día de su muerte. Nunca viajó fuera de la provincia y vivió la mayor parte de su vida en el Barrio de Núñez. Su obra ilustraba solamente solemnes proezas de un personaje ficticio que claramente evocaba a su persona; desarraigo de su país natal, infancia penosa por la pérdida de sus padres, desamores trágicos y una fuerte soledad sedentaria que cubrían las aventuras de ese personaje soberbio al que llamó ''Silvio el poderoso''. Las proezas de ese héroe de apariencia perfecta sobrevolaban sobre una poética ilustrada y altiva, proponiendo paisajes de armoniosa perfección donde todo pendía de un hilo romántico (referido al amor, y también a la corriente), casi cursi. Una noche de insomnio, Nelson Silva tomó una caminata nocturna para calmar los nervios que le provocaban unos números que no cerraban en su agenda de pagos. La medianoche de sábado de Núñez lo despertó ante la mediocridad de una juventud de esquina, de cervezas tibias y humos raros, de linyeras que le pedían tabaco y de prostitutas feas. Al llegar a su piso 3 (ni muy alto ni muy bajo) de la calle Pedraza, se acomodó en el escritorio, y antes de escribir nada se desplomó sobre el roble, entre unos tinteros, muriendo casi por elección propia al decidir que ya nada lo inspiraba en la mediocridad de su vida, que todo lo sublime de su mundo que creó por años se apagaba junto con Silvio el poderoso.

lunes, 21 de octubre de 2013

el amor

El amor es un sentimiento que saludas desde el otro andén, que sube al tren y se va a la dirección contraria a la que vas. Es saludar con gestos graciosos, o besos o groserías sólo para sacarle una sonrisa al amor. Es ver la nariz del amor aplastada contra el vidrio de la ventana y que te diga algo chiquitito, casi imperceptible pero con una carga increíble, algo al borde de explotar. Es recordar todo lo que leíste sobre el amor, lo que nos enseñan los medios, la familia, y decir ''el amor éste no se le asemeja en nada''. Subirse al vagón sucio que te llevará al lugar a donde te dicen que debes ir. El amor sigue ahí; te diría que en la retina pero no tengo idea donde queda eso. Lo tenés ahí al amor, como presente mientras te alejas de el. Porque sabés que lo vas a volver a ver, tenés la certeza. Aunque sea una migajita de sueño o un holograma en la retina que no es retina, o de nuevo en el otro andén.

una de Descartes

La calle Santa Fe era un desfile de colectivos de infinita gama de colores y números que por seguro hubiera sido un festín para mi padre, un trotamundos asentado en el conurbano que sabía de memoria todos los recorridos y las diferentes combinaciones cromáticas de las líneas de Capital Federal. Era una especie de Filcar humano. Los taxis se escurrían entre los espacios físicamente imposibles que dejaban los autos regulares y los colectivos, y las motos afiladas y veloces puedo decir que transpasaban la materia. Un nene de unos 6 años le preguntaba a su mamá por qué el letrero de ''ambulancia'' estaba escrito al revés, pensando que había descubierto un gran enigma. Al verdulero ambulante, o mejor dicho vendedor de frutas (a estos personajes les faltaba oficio para ser verduleros) se le caían una decena de frutillas del cajón (que decía ''Claudio'') en dos tandas. Y luego de la segunda caída las recogía y las colocaba nuevamente en su ''vidriera''. A su vez un 93 escupía un humo negruzco de su caño de escape y un anciano con una muleta tosía tuberculosamente y se quejaba de la tardanza del 68, mientras se colaba en la fila y la muchacha de atrás no estaba con todos los ánimos para reprocharle su adelanto ilegal. Un pibe corría por la calle con una cartera de mujer en la mano y varios sacaban conclusiones. El ruido de las monedas chocando el fondo del vaso de plastico fucsia del ciego de la puerta del bazar que parecía presenciar todo de una manera diferente. Las chicas que repartían panfletos de reparación de celulares y de la pizzería de la esquina comentaban sobre lo rápido que cortaba el semáforo, y que ''pobres los viejos''. Un actorcito de la novela de la tarde hacía su aparición bajando de un taxi a mitad de cuadra y alborotaba a la muchedumbre cholula que pedía fotos y autógrafos. Una señora canosa y diminuta pasaba con ritmo corto y acelerado con un enorme gato blanco y negro a cuestas, que llevaba una especie de corset rojo y una pelusa lila, seguramente del sweater de la señora que lo llevaba abrazado, en su boca. Un portero del edificio de las oficinas de Atención al Solicitante señalaba el cielo y le explicaba a uno de los de la fila que el viento del sur iba a limpiar todo. Mientras, Klaus, empequeñecido en la fila del 152, sólo tenía ojos para su mundo. Su pequeño mundo en ese gran mundo que es un subconjunto de otros infinitos conjuntos. Klaus sentía pena porque otra aventura amorosa había fracasado, y no se percataba que el frutito de los árboles de plátano que tanta alergia le causaban, caían sobre su cabeza como espolvoreados por una gran mano de una especie de Genio Maligno.

domingo, 20 de octubre de 2013

hacer

Acepto que estoy mas viejo, por culpa del tiempo, y que pierdo detalles que hace un tiempo vislumbraba. Que se me ha endurecido un poco el exoesqueleto de la sensibilidad aparente y que la barriga ha crecido. Pero tambien noto que hay cosas que no cambian; la manía de crujir los huecesillos de los dedos de las manos, las palabras cursis para dirigirme hacia vos, olfatear las cosas, y por sobre todo, tener esa imperiosa y latosa necesidad de decirte que te amo. En ese momento se enciende algo en mi que decide que debo demostrar las cosas antes que decirlas.

miércoles, 9 de octubre de 2013

un final

Ya sentía como terrones de arena; manoteaba alguna que otra piedra que llevaba alguna espirulina, como le decía a todas las algas. Llegó a la orilla costándole más de lo que imaginó. Se desplomó en la arena amarillenta y acariciando el suelo sonrió por su libertad. Los primeros cinco días fueron aburridos. Fue ahí donde se gestó la rutina de la supervivencia. Con algunos caracoles y trocitos de almejas fue dibujando algunos detalles de la estadía. Los primeros días de primavera llevaron tormentas a la isla, y en la cuarta tormenta fuerte murió por consecuencia de un rayo que logró alcanzarlo. Terminó de escribir y le llevó ansioso el boceto a Leonor, su profesora de lengua de secundaria para que lo calificara como dramaturgo. Leonor desaprobó la obra y la jactó de cuentito alborotado. El cuerpo de Leonor yacía sobre la alfombra y él no aguantaba más el olor a podrido. A los pocos días se quitó la vida de un disparo en la frente. Y así termina la historia del escritor fracasado. Fin, aplausos, salida del director; el teatro estalla de regocijo. Los actores se abrazan y Vivian le dice a Cohen "lo logramos". La cámara se queda en la sonrisa de Vivian y la imagen se difunde hasta llegar a un azul oscuro donde empiezan a caer las letras que conforman los créditos. Decido apagar la televisión y me dirijo hacia Susana. Entredormida me pregunta que hago despierta a esa hora y yo le digo que tengo ganas de escribir. Fanny cierra el libro y le pregunta a los chicos si les gustó la historia, que la escribió un tío suyo y que nunca salió a la luz. Le pasa un mate a Mauricio que pestanea y cae al piso. En ese momento Tobías despierta; fue todo un sueño. Se incorpora con un movimiento resortil. Y bien, sólo me falta encontrarle un final acorde.

podríamos

Podríamos estar durmiendo entre tu gato y esas frazadas frías que nos llevan a buscar el calor del otro atándonos las piernas como nudos caprichosos. Tus gemelos en mis pantorrillas, y mis muslos sopapas sobre tus rodillas. Y así de desnudos darnos tanto fuego. Dormidos, un poco acalambrados por el peso del otro en el brazo de uno y alguna torcedura no muy grave. Sentirnos la piel, ese regalo divino que espero cada vez que te veo. Tus pechos en mis manos, seguramente, conservandolos como un tesoro precioso. Y tu cabeza flotando sobre mi pecho. Despertarnos con algún espasmo que nos electrifique, y seguir durmiendo errantes, reacomodándonos, en un abrazo que sigue hasta el amanecer.

martes, 8 de octubre de 2013

Una horda

Una horda. Clásico murmullo previo y mucho decorado de personas que conformaban una variedad pintoresca, pero que ya con la función atrasada 16 minutos, empezaba a hartar. Ferraro esperaba en una mesa alejada, solo, sin un café y con el pie tamborileando en el aire nerviosamente en el cruce de piernas. Nadie daba sala y Ferrero no pensaba hacer la fila con la horda para entrar. Que toque el lugar que toque. Ademas la fila era desordenada y urbana. Ferraro odia eso de lo urbano, la desorganización y la acumulación de gente. Empezó a llegar mas gente al saloncito de espera del teatrito. Los tipitos no daban el ingreso a la salita. La muchacha de la boletería hermosa como siempre. Ferraro la miraba fijo con esa atención asesina con la que suele observar a las mujeres que desea. Amagó prender un cigarro pero no quería problemas con nadie, y lo guardó en la cajita metálica. El pie ahora golpeaba el piso y las manos jugaban a entrelazarse por sus dedos y acariciar la madera de la mesa. Resoplaba. El atraso era abusivo. Ferraro se levantó de la mesa y se dirigió a un lugar al azar de la salita, cerca de la horda. Comenzó a hablar casi en monólogo con una señora, porque ese tipo de señoras solían ser de darle charla a Ferraro. Le preguntó si no le parecía que la gente juega con el tiempo de uno. La señora le dijo a Ferraro que el era joven y la charla se desvió a la nieta de la doña como eje central. Nadie dio sala en si. Sólo se abrieron las puertas y el profesor que organizaba la muestra teatral pedia los tickets. Nada de lo que uno espera en un teatro pasaba. El profesor reconoció a Ferraro como ex alumno y tras crusar breves palabras la gente ocupaba casi la totalidad de la salita. La música empezó a anticipar la salida a escena de los actores, pero antes el profesor brindó una estudiada introducción sobre lo que se iba a prensenciar continuadamente. ¿Alguna vez sintió una sensación de vómito, de vergüenza ajena, de indecensia visual, de desaforamiento sexual innecesario, de violenta crueldad, de espanto, de destrucción masiva de obras clásicas, de ira? Ferraro se levantó de la butaca e increpó al profesor que organizaba la muestra. Terminaron todos en una gresca generalizada entre los adeptos al estilo de la muestra y los conservadores amantes del teatro clásico, liderados por Ferraro. Una horda de indignados teatrales comenzaron a destruir las instalaciones mientras los pseudoactores salían del teatrito llorando, gritando y defendiendo a su profesor. Ferraro terminó demorado en la Seccional 14 del Barrio Callao.

Los tipos

Los tipos llegaron en el momento menos indicado, pero parecían saber que era justo y preciso llegar en ese instante. Entraron de a uno a la oficina hasta acumularse en un rincón, serios, con un gesto casi de enfado. Prefirieron no sentarse y empezaron a murmurar observando a todos los empleados que continuaban las tareas con intriga y algo de miedo. Armaron su subgrupo, redondo. Segundos después ingresó Richardson a la oficina con su usual temple, tranquilo, y una sonrisa reluciente que solía mantener hasta en las situaciones más aberrantes. Sam no podía atestiguar lo que venía; decidió salir de la oficina para sentirse menos culpable. No quería ver a sus compañeros sufrir, ni tampoco quedar encasillado como el soplón. Fido había sido el enganche, el contacto entre los de la oficina y los tipos. Una pieza clave en todo el movimiento. El día por fin había llegado; fueron casi treinta años de búsqueda, de cruzar desiertos de antipatía para alcanzar al fin el cometido entre las partes. La espera terminaba y todo iba cerrando, el ciclo al fin concluía. El más petisito, con lentes de marcos gruesos, era el que manejaba todo en la banda. El que mandaba pero nunca ponía el cuerpo. El otro, el gordo, era su mano derecha, el que se ensuciaba a medias las manos. El que mandaba a los que hacían el trabajo sucio, como el viejo narigón que miraba serio a una de las chicas que se escondía detrás de la computadora. Los tres vociferaban en tonos bajos acurrucados en su tema. Los otros se desperdigaron por los diferentes departamentos de la oficina. El único de los tipos que no era canoso, que tampoco era el más joven, tomó la parte de finanzas de la oficina y abrazó a Fido en tono burlón. Se intercambiaron un par de papeles y uno de los empleados de finanzas reaccionó tirando con enfado y sin querer una taza al piso. Dos gorilas canosos lo sacaron fuera del departamento de finanzas con un cordial apretón de pescuezo, y Fido estrechó la mano del tipo que no era canoso, al que llamaban Zucker. Sam entró a la oficina con las manos sudadas y se dirigió al departamento de recursos humanos. Charló largo y tendido con el encargado del sector, que firmó un papel que llevaba Sam desde el despacho del Presidente de la empresa. El encargado de recursos humanos, Mareque, pensaba que todo era un gran error, y se lo dijo a Sam, que replegado sostuvo que el sólo recibía órdenes. El Presidente subió a la oficina; todo se alborotó. Empezaron las corridas con las firmas de unos, los sellos de otros. Se divisaban reuniones espontáneas en varios rincones de la oficina. Los empleados de sistemas prendieron todas las máquinas y empezaron a trabajar con la red interna. La etapa de transferencia se iniciaba y todos se alteraban. No podía haber errores. Los empleados daban lo mejor de sí sin saber lo que hacían; como Sam, sólo recibían órdenes. Cuando la transferencia de datos (los datos representaban números que representaban dinero, quizás) rasguñaba el 70% los empleados empezaron con las preguntas. Los tipos se metían inescrupulosos a separar los subgrupos (otra vez subgrupos) de empleados. Cuando todo era desconcierto y la atmósfera se respiraba turbia, como antecediendo un violento revire, llegó Rasmusse; cabeza blanca engominada y la misma cara de hipócrita de siempre, la ingenuidad mejor actuada. Sacó una carpeta con tapas de cuero negro y apoyándola en su brazo izquierdo, anotaba hasta el cansacio y sin detenerse, detalle a detalle, mientras los tipos le sonreían con miedo y esperando hacer buena letra.