martes, 8 de octubre de 2013

Los tipos

Los tipos llegaron en el momento menos indicado, pero parecían saber que era justo y preciso llegar en ese instante. Entraron de a uno a la oficina hasta acumularse en un rincón, serios, con un gesto casi de enfado. Prefirieron no sentarse y empezaron a murmurar observando a todos los empleados que continuaban las tareas con intriga y algo de miedo. Armaron su subgrupo, redondo. Segundos después ingresó Richardson a la oficina con su usual temple, tranquilo, y una sonrisa reluciente que solía mantener hasta en las situaciones más aberrantes. Sam no podía atestiguar lo que venía; decidió salir de la oficina para sentirse menos culpable. No quería ver a sus compañeros sufrir, ni tampoco quedar encasillado como el soplón. Fido había sido el enganche, el contacto entre los de la oficina y los tipos. Una pieza clave en todo el movimiento. El día por fin había llegado; fueron casi treinta años de búsqueda, de cruzar desiertos de antipatía para alcanzar al fin el cometido entre las partes. La espera terminaba y todo iba cerrando, el ciclo al fin concluía. El más petisito, con lentes de marcos gruesos, era el que manejaba todo en la banda. El que mandaba pero nunca ponía el cuerpo. El otro, el gordo, era su mano derecha, el que se ensuciaba a medias las manos. El que mandaba a los que hacían el trabajo sucio, como el viejo narigón que miraba serio a una de las chicas que se escondía detrás de la computadora. Los tres vociferaban en tonos bajos acurrucados en su tema. Los otros se desperdigaron por los diferentes departamentos de la oficina. El único de los tipos que no era canoso, que tampoco era el más joven, tomó la parte de finanzas de la oficina y abrazó a Fido en tono burlón. Se intercambiaron un par de papeles y uno de los empleados de finanzas reaccionó tirando con enfado y sin querer una taza al piso. Dos gorilas canosos lo sacaron fuera del departamento de finanzas con un cordial apretón de pescuezo, y Fido estrechó la mano del tipo que no era canoso, al que llamaban Zucker. Sam entró a la oficina con las manos sudadas y se dirigió al departamento de recursos humanos. Charló largo y tendido con el encargado del sector, que firmó un papel que llevaba Sam desde el despacho del Presidente de la empresa. El encargado de recursos humanos, Mareque, pensaba que todo era un gran error, y se lo dijo a Sam, que replegado sostuvo que el sólo recibía órdenes. El Presidente subió a la oficina; todo se alborotó. Empezaron las corridas con las firmas de unos, los sellos de otros. Se divisaban reuniones espontáneas en varios rincones de la oficina. Los empleados de sistemas prendieron todas las máquinas y empezaron a trabajar con la red interna. La etapa de transferencia se iniciaba y todos se alteraban. No podía haber errores. Los empleados daban lo mejor de sí sin saber lo que hacían; como Sam, sólo recibían órdenes. Cuando la transferencia de datos (los datos representaban números que representaban dinero, quizás) rasguñaba el 70% los empleados empezaron con las preguntas. Los tipos se metían inescrupulosos a separar los subgrupos (otra vez subgrupos) de empleados. Cuando todo era desconcierto y la atmósfera se respiraba turbia, como antecediendo un violento revire, llegó Rasmusse; cabeza blanca engominada y la misma cara de hipócrita de siempre, la ingenuidad mejor actuada. Sacó una carpeta con tapas de cuero negro y apoyándola en su brazo izquierdo, anotaba hasta el cansacio y sin detenerse, detalle a detalle, mientras los tipos le sonreían con miedo y esperando hacer buena letra.

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