viernes, 26 de abril de 2013

Música Contemporánea


''He aquí a lo que estamos expuestos los hombres que hemos recibido una educación incompleta (...) Y lo peor es que como uno al Fin no está seguro, tiene que callarse. Todos los días se descubren cosas nuevas, y ¡vaya uno a discutir! El que discute se ensarta y sienta plaza de ignorante. Por eso, lo mejor es no sorprenderse de nada...''
Fragmento de 'Jettatore' de Gregorio de Laferrère.

Astor había pasado aquella tarde por el Cervantes para dejar unos diseños que le había prometido a la Jefa de Prensa, sobre unas mayólicas y otros arabescos. Y para saludar a sus amigos y conocidos. Fue tan casual la visita que hasta se sentía culpable de sus trazas; unas queridas alpargatas azules que juntaban polvo a montones, un viejo jean rotoso y esa camisa desteñida que solía usar para pintar y estampar con el shablón.
Cuando saludó a las mujeres de la oficina de Personal las suelas se le tiñeron de un molesto rojo Cattaneo, la marca de las baldosas que se despintaban en los demás. Aunque en realidad no era lo malo la baldosa, sino la cera barata que utilizaban para darle ese brillo falso, como si fueran joyas de fantasía.
Mientras Astor charlaba con la Coordinadora Ponce, Lorenzo se peinaba sus rulos grises en el espejo del pasillo de los ascensores, y luego de terminada su labor despedía en eso que llaman 'saludo general' a la oficina entera, incluyendo a Astor. Con otro ademán menos forzado, Lorenzo saludó 'hasta el lunes' a los guardias y firmó la planilla a las 19:14. Se preguntó el por qué de la visita de Astor, después de tantos meses, y en el apuro olvidó rápidamente lo que estaba pensando. Aceleró su andar para llegar a Las Meninas, donde un compañero del Teatro, al igual que el, del sector de Producción, lo esperaba con un café cortado en jarrito y un fastidio tremendo pos su retraso.
La Ponce le contaba a Astor sobre las funciones extraordinarias de esos días. Extraordinarias en ambos sentidos de la palabra. Le remarcó la de ese mismo día; ''hoy toca un violinista que me dijeron... una maravilla, mirá!''.
Astor no entendía mucho de música contemporánea tampoco pero por los pasillos Martu le había recomendado y encomendado ir a verlo. Además se autopromocionaba ya que tenía una intervención importante en la obra con sus sintetizadores.
Lorenzo trataba de ablandar a su compañero y lo invitaba al espectáculo de esa noche; ''un músico alemán, una maravilla, violinista. Creo que fanático de Schubert, y muy educadito encima porque me lo presentó Martu. Podríamos ir...''
Nunca tuvo tanta vergüenza en el momento vehemente en que su acompañante se levantó de la silla y lo dejó solo en el medio del bar. Había habido una discusión intercalada entre el momento de la invitación y el escape. Lorenzo sonreía simulando una discreción y una soltura que nadie percató. La escena no había trascendido tanto como en su cabeza y en su orgullo. Odiaba a ese idiota.
La Supervisora de Maquillaje invitó a Astor a los camarines y le sirvió varios mates, en una gran ronda de mujeres y un tipo grandote con apariencia de bonachón que no era otro que el novio de la señora. Empezaron a llegar más técnicos y llenaron la sala. Era un ambiente distendido, jocoso y las galletitas aumentaban en número por cada persona que entraba. Ese banquete vespertino fue un dichoso oasis para Astor que venía de una agitada mañana.
Astor agotaba los contactos de su lista telefónica. Nadie podía o quería acompañarlo a ver al violinista. ''Si tan sólo recordara el número de teléfono de la hermana de Rubí''. ''O quizás Aranda de casualidad andaba por Capital''.
La conclusión del tema fue determinante; esa noche iría solo a ver la obra.
Lorenzo rompió en pedacitos muy prolijos la entrada que le sobraba tras la negativa de su compañero. La tiró a la calle y una chica que pasaba con unos gigantescos auriculares blancos reprobó su acción.
Astor hacía tiempo. Luego de retirar su entrada en boletería los acomodadores lo invitaron a pasar al foyer, junto a unas 10 personas. Todos parecían saber lo que iban a ver. Le perturbaba que todos se conocieran. Formaban una masa uniforme unida por una música a la que el era ajeno, estaba apartado. Su única defensa fue tomar un libro de su bolso.
Particularmente le molestaba un colombianito que vestía completamente de negro y que asqueaba de una juventud petulante y arrogante. Cada persona que ingresaba al gran foyer  felicitaba al colombianito y como con un estudiado discurso repetía a cada adulante una trivial respuesta y una risita forzada.
Quería concentrarse en el libro pero otro de sus neuróticos miedos empezaba a tomar forma. El murmullo gradual de las aglomeraciones. Esa ruptura del silencio impuesto por lo formal, que empieza a contagiarse al primer susurro alto de un valiente y que termina inundando todo un ambiente.
Tres, seis, ocho conversaciones simultáneas en un in crescendo insoportable acompañado de muecas burlescas y pantomimas irrisorias.
Astor cerró el libro refunfuñando y pensó que sería lindo que la hermana de Rubí haya estado ahí. Como para que lo acompañe en su espanto.
Astor pensaba que ese martirio era evitable. Los técnicos siempre le facilitaban la entrada al Teatro, pero él, insistente en las formas y por ese afán de sentirse espectador de principio a fin, tomaba como un ritual infranqueable el que empezaba desde la boletería, post paso por foyer, sala y salida.
Con intención de descontracturarse empezó a analizar a los presentes de una manera burlona, y a percatarse de que por fin habían llegado mujeres bonitas, lo que más le gusta de la espera en el foyer. Una rubia de esas de ficción excavó entre un grupo de barbudos con rastas y se dirigió al colombianito saludándolo como si fuera uno mas. Astor aplaudió por dentro y le dirigió una mirada devoradora a la rubia de sobretodo gris Camel que le estampó un beso en los labios a un flaco amanerado que vestía muy de gala.
Astor también registró una gran cantidad de hombres afeminados y muchos en pareja, con lo que pensó en la relación entre el arte y la homosexualidad, y el papel de la libertad allí, y se serenaba en cierto punto. Salvo cuando los hombres lo miraban con miradas parecidas a la que le había dado él mismo a la rubia.
Lorenzo entró por la puerta trasera del Cervantes y se metió por el pasillo de palcos hasta llegar al foyer para preguntar por el horario. Ni siquiera mostró su entrada y charlaba gozosamente con uno de los acomodadores que se fastidiaba por esa función especial que ofrecía el Teatro esa noche.
Cuando Lorenzo ubicó a Astor en la multitud intentó evadirlo como para evitar el saludo.
Dieron las en punto y los acomodadores arriaron a los espectadores a la sala del primer piso, una de las más pequeñas.
Lorenzo se ubicó cerca de los productores del espectáculo como insinuando a todos que era parte del mismo. Charloteaba con unos cuantos y al mismo tiempo Astor se ubicaba en la séptima y última fila casi siguiendo a una flaquita que tras sus rulos mostraba unos ojazos color miel. A su lado se sentaron dos muchachas y un bribón que no paraba de gritar a carcajadas desde el foyer, por la escalinata y hasta en la sala. Una de las muchachas codeó sin intención a Astor que en un gesto compulsivo nervioso aceptó la disculpa pero aborreció la risotada estruendosa y cómplice con los otros dos.
Ya había ubicado a la rubia de ficción, al novio de la rubia, al colombianito y a un par de personajes del foyer. También ubicó a Lorenzo y al tío de Rubí detrás de una cámara de filmación que registraría el espectáculo. El tío de Rubí se acercó hasta la butaca de Astor y comenzaron una charla larga hasta que las luces se apagaron. ''Esta música no la entiendo la verdad, ya vas a ver'' le dijo a Astor.
Lorenzo se ubicó en la primera fila y a las correteadas salió Martu a escena con su andar de siempre, como demostrando que constantemente está ocupado y que vive en un estupor que igualmente logra hacerlo mantener todo bajo control. Agradeció a los concurrentes, que no llegaban a llenar la salita, y explicó un pequeño cambio de orden en los programas. Como alumnos en un parcial todos sacaron al unísono la hoja del programa, un tríptico fotocopiado que Astor estrujaba en el bolsillo de su camisa. Martu prosiguió con la reestructuración y dijo algo como que el tercero del programa tocaría en cuarto lugar y que el cuarto, que era el, iría al tercero. Así mismo los séptimos irían quintos, el quinto sexto, y el sexto cerraría el espectáculo de siete números.
Detrás de Martu a un destiempo casi ensayado e interrumpiéndolo, salió un muchacho más que colorado, a lo que muchos comenzaron a sugerir ciertas señas en condición de cábalas. Se presentaba ante el público con una barba desordenada que no era mas que la continuidad de una cabellera naranja también enrulada y enmarañada, y unas prominentes entradas que dejaban entrever una frente de piel blanquísima infestada de pequeñas pecas que formaban una gran mancha casi en el centro de su cara. Ojos celestes, una mirada casi albina y unos lentes aparatosos que la escondían. Vestía una camisa bastante estridente en tonos turquesa y con motivos de veleros grises, gaviotas y espuma de mar. Se estacó bajo el ala de Martu con una pose digna de bailarina clásica por la angulación de sus largos pies que cubría con unos zapatos que parecían los de un payaso, acompañados en composé con el marrón de unos pantalones zancudos y elefantados. En la mano un violín y su arco y en la otra una carpeta verde de la que colgaban hojas de papel.
En un cerradísimo español saludó a los presentes y agradeció a Martu por la presentación. Juego de luces mediante y el clima empezaba a extasiar a Astor que no veía la hora de que empiece a tocar el dichoso alemancito, al que había visto de pasada esa tarde cerca de la sala de Maquinarias, sin saber que se trataba del afamado violinista.
Lorenzo bostezaba y miraba de reojo a Martu que iba y venía tras bambalinas.
El colorado tosió enérgicamente en alemán, algo así como una interjección dificil de reproducir agregada a la tos que largaría uno de nosotros. Abrió la carpeta verde sobre unos atriles que momentos antes habían acomodado los chicos de Técnica que asistían a los músicos esa noche. El alemán agradeció; ''grrracia''.
Eran cinco atriles con lucecitas que se enganchaban en los bordes para amenizar la lectura ya que el auditorio se encontraba en una profunda oscuridad que armonizaba un poco contrastando el abanico cromático que era el alemán.
Astor ansioso no paraba un segundo de mover su pierna y los de al lado se mataban de risa del torpe accionar del violinista.
Lorenzo se cruzó de brazos y con cara de no entender comenzó a impacientarse y mirar risueño a los que tenía cerca.
El colorado puso el violín al hombro y con estridencia comenzó a sacarle chispas al arco y a las tres cuerdas que parecían romperse en melodías que mas que eso parecían ruidos. Uno tras otro los raspones al violín envolvían a Astor en una atmósfera tensa, en una gran bola de brea de la que se le dificultaba salir. El colorado miraba la partitura como con locura y la brea de la burbuja de Astor se tornaba en un rojo terciopelo que raspaba su garganta seca, generaba una incomodidad. El disturbio parecía enloquecer a casi todos pero cada uno se inmiscuía en su propia sensación, en su propia burbuja.
Lorenzo ya odiaba al colorado. Arrugaba cada centímetro de su cara en un gesto de extrañeza. El colombianito cerraba los ojos y los de al lado de Astor  simulaban dormir una siesta.
La pieza seguía su ritmo perturbador y sofocante. Todo lo que Astor había imaginado ya había sido tachado; se sentía un ignorante en esa sala. Sentía que no lograba entenderla, que era ilegible.
Lorenzo cayó en la idea de que el alemancito colorado ese no era un fanático de Schubert sino un decadente ruidoso que ya lo había sacado de quicio. Y que si seguía allí era sólo porque su compañero Martu todavía no había tocado.
Cuando el tema llegaba a su clímax de estruendos y notas agudas casi chirriantes el alemán se detuvo de golpe, y esbozó una sonrisa y un contoneo de cabeza que largaba unos susurrados ''grrracia''.
Astor espió como pudo el programa. La próxima pieza también le tocaba al alemán.
Un poco más vivaz, difícil de interpretar y con tiempos inimaginables; Astor estaba envuelto nuevamente en otra catarata de sonidos. Se iluminaba a su alrededor otro sentimiento. Ya no era incomodidad, todo era incertidumbre. Ni siquiera esa especie de percusión que creaba el arco contra la madera era deducible. Y lo peor de todo era que eso estaba escrito en partitura y nada quedaba librado al azar.
Lorenzo charlaba con una señora. ''¿Eso es música? Eso lo hago yo si quiero, puro ruido''. ''Nos quieren engatusar con espejitos de colores estos gringos''.
La rubia miraba con adoración al colorado y en ese preciso momento tras casi quince minutos seguidos de la segunda pieza el violín destellaba unos pequeños quejidos casi en in minuendo, aunque por supuesto nada estaba definido, y tras un medianamente largo aullido de cuerdas el alemán concluía su segundo tema. La gente por segunda vez en la noche se molía las manos en aplausos. Lorenzo eufórico porque el alemán terminaba de tocar y era el turno de Martu.
Martu corrió hasta el colorado y lo abrazó con una teatral muestra de cariño y admiración. Ambos acomodaron sus lentes y miraron al público (el alemán con los ojos casi mas abiertos que nunca).
Los técnicos trajeron la mesa con el sintetizador y nuevamente el baile de partituras, atriles y lucecitas azuladas. ''Una de cables que ni te cuento'' ensayaba Lorenzo en su cabeza para contarle a su compañero al otro día, soñando una reconciliación.
La oscuridad perduró por unos 20 minutos que duró la tercer pieza y un Martu eléctrico que embellecía aún más las luces azuladas con sonidos que creaban un paisaje único, un universo sensorial que los presentes descubrían como un extraño tesoro en el aire.
Cuando iban menos de un cuarto de minutos de la pieza tercera Martu hizo señas a un lugar oscuro del escenario y reapareció el alemán que casi sin frenar ya empezaba a tocar su violincito acomodándose en una estela de luz que el iluminador al tiempo justo desplegaba sobre 4 atriles negros.
Martu gozaba, Lorenzo impacientaba, Astor cautivado, el tío de Rubí reía, el colombianito con una cara de orgasmo falso, la rubia apoyada en el hombro del novio, los de al lado de Astor cuchicheaban y un ruludo de adelante mascaba chicle a lo loco deslumbrado.
Concluye el holograma sonoro que planteó Martu acompañado del alemán. Astor había descubierto nuevos colores.
La masa aplaude, ovación. Martu señalaba al alemán. Lorenzo abrazó a Martu tras el escenario y lo felicitó. Tomó su abrigo y se lo puso en los hombros y bajó las escalinatas guiñando el ojo a un acomodador; ''un embole esto''.
Astor pensaba en la lluvia que se venía y en la vuelta en un 67 que estimaba vacío aludiendo que el espectáculo llevaba muchísimo tiempo de empezado y que restaban cuatro piezas todavía.
El cuarto acto que en el programa figuraba como tercero se desarrolló con una taciturna calma de tango sin pasión. Un contrabajo y un clarinete bajo que desinflaban a los espectadores y los atoraban en un denso remolino de corcheas y semicorcheas y algunos gritos del grandote que tocaba el contrabajo. Era una ráfaga de estilos a bocanadas, nada definido, como retazos atragantados de una cuasi música.
Lorenzo subía a su auto y le daba unas monedas al cuidador del estacionamiento del Teatro. Los limpiaparabrisas se encargaban de lo suyo, y él no veía la hora de llegar a su casa y una taza de sopa.
Martu al proscenio y anticipó otro cambio en el programa; el quinto que era el séptimo pasaría a ser el sexto, y el sexto que era el quinto finalmente sería el quinto, y todos con programa en mano y ya mareados y Astor que estuvo ahí nomás de gritar ¡Bingo!
El novio de la rubia se levantó del asiento y Astor seguía jugando en el silencio con el papel del programa. El ruludo lo miró con rabia.
La rubia saludó a su novio que agarraba tres arcos y un violín. Con movimientos delicadísimos colgó el violín de un atril que estaba abandonado a un costado y parado sobre un pañuelo violeta y con su moño llevando todas las miradas comenzó una de latigazos con dos de los arcos. Chocaban en el aire  y Astor pensaba que era una cosa de locos, como un ''hágalo Ud. mismo'' de la música. Los arcos desprendían pequeñas hilachas que simulaban una medusa entre los corales que vendrían a ser los haces de luces anaranjadas que el iluminador movía desde uno de los barriles.
La rubia atendía cada movimiento. Los de al lado de Astor reían sin disimulo y uno de ellos se levantó y salió de la sala.
Astor y el tío de rubí se miraron cómplicemente y decidieron entre miradas y señas que ya era demasiado ridículo el hecho de que el novio de la rubia tocara el arco con un violín, invirtiendo la clásica forma de tocar y profiriendo un graznido al son de sus espasmos bucales. Más aún cuando el tipo empezó a pegarle al violín cono los tres arcos como si domara a un león de circo. Muchos se levantaron y abandonaron el lugar. Aplausos al artista y el novio de la rubia se acercó al colombianito y le atestó un tremendo beso en la boca, mucho más enérgico que el del foyer con la rubia. La rubia aplaudía.
Martu que a esa altura era una especie de presentador de catch invitó a los presentes a un intervalo en el cuarto de espera de la sala mientras podrían tomar copas de vino que ofrecían las chicas de La Cocina.
Astor se cruzó con el Japo, un viejo conocido y charlaron sobre lo áspero del concierto, lo difícil de escuchar para un profano como Astor (el Japo era un erudito en música contemporánea) y decidieron salir a tomar un vino antes de que retome el recital. Pero no había más vino y ambos entraron caras largas a la sala pensando que su charla fue una pérdida de tiempo.
Astor chicaneó con el tío de Rubí y coincidieron en lo difícil del espectáculo.
En el escenario los técnicos acomodaban atriles, cables y consolas que con gran esmero desacomodaban tres muchachos que habían subido del público y que finalmente terminarían siendo los músicos.
La sala vacía casi a un cincuenta por ciento. La rubia tomaba vino aunque sabía que estaba prohibido el ingreso con bebidas a la sala. El colombianito tomaba de la mano al 'novio de la rubia' que desde aquí se llamará el domador de violines. Astor se percató de que éste tenía el lóbulo de la oreja pegado al cuello y se acomodaba la camisa para disimular que miraba a la flamante pareja.
Lorenzo preparaba su sopa y le pegaba una patada tremenda al gato, en el lomo, porque había orinado dentro del placard y quizás también para descargar la ira que le dio la discusión con su compañero y el fatídico concierto.
Astor tragaba saliva y preveía una angina o una laringitis y en ese momento varios estornudos inundaron la sala. La picazón en la garganta de Astor era incómoda a esa altura pero la sexta pieza comenzaba y no había tiempo para iniquidades.
El trío de violín, violoncello y piano fue lo más atinado de la noche a entender de Astor y ejecutaron una especie de canción de cuna del viejo oeste con una dinámica celeste en el choque de dedos con cuerdas y algunos destellitos de country en los slaps.
Astor no podía dejar de reírse por dentro del parecido del pianista con el personaje de Austin Powers, y así de rápido terminó el sexto acto.
Ya iban casi 3 horas de función. Ya habían pasado la intriga, el fastidio, la sorpresa, el viaje y la incomodidad, sólo faltaba una pieza, una última pieza a la que nadie pediría un ¡otra!, Astor estaba seguro de eso.
A la luz amarillenta que desgarraba la oscuridad hace su aparición, nuevamente, el alemán. Con su mirada albina enrojecida y ahora con los ojos más abiertos que nunca, sus dientes desparejos en una sonrisa demente, su postura de pato bailarina y su violín en mano. Los técnicos acomodaron quince atriles, doce lucecitas y el alemán colocó más de 20 partituras en ellos. La última pieza del Ciclo de Música Contemporánea recién estaba por comenzar.

jueves, 11 de abril de 2013

la persecución

Corchea no presentía cosas buenas. Últimamente se parecía más a Medusa que a Corchea, especie de dicotomía simil Dr. Jeckyll y Mr. Hyde con el que lidiaba todo el tiempo en su interior. La escena se movía en tonos oscuros alrededor del gran patio de la casa de la infancia de Astor donde despues de un gran banquete todo se enturbeció alrededor y se atenuaba en un sepia parduzco y mucho pero mucho vértigo. Astor empezó a correr; un tipo lo perseguía con un arma y Corchea se desesperó. Envalentonada empezó a perseguir a los dos para evitar que su amigo salga mal herido, o que algo peor pasara. Se adentraron los tres en el espeso bosque subtropical del antiguo caserón y esquivando maleza y otros arbustos y ramas molestos la doble persecución transcurría a gran pero a gran velocidad. Los sonidos eran efímeros, Corchea los perdió por un instante y en el silencio del espesor verde aquel, sintió un murmullo de pasto que eran seguramente los pasos de Astor y su perseguidor. Giró la cabeza con rapidez y divisó dos sombras en carrera. Se sumergió en una especie de helecho gigantezco cubriendo su cara con sus brazos en cruz. Cayó al piso dando un giro ágil que la llevó a estar de pie nuevamente. Gritaba para que los dos frenasen, pero no oía ni su propia voz. Definitivamente era Astor que pese a no estar con su ropa usual denotaba en sus movimientos en velocidad que era él. Esa payasezca manera de correr. Corche admiraba su fortaleza. Su resistencia debiera de haberse incrementado por la adrenalina que requería el salvar a su amigo del peligro. El tipo del arma abrió fuego contra Astor que con movimientos azarosos al estar de espaldas esquivó dos de las balas. Cuando Corchea tira la primer piedra al tipo del arma, éste se la replica con un certero balazo en una de sus piernas que Corchea parece no sentir. En un parpadeo ambos se pierden por unos tilos enormes y Corchea queda sola en el medio de la nada con una jaqueca leve y mucha pero mucha neblina fría y húmeda. Parecía no dolerle la bala cerca de la rodilla. El pantalón se volvía poco a poco de un tono rojizo a la altura del muslo derecho. Quedó pensativa y con una pena inmensa y un gran resquemor por no salvar a su amigo. Casi como en un acto de teatro totalmente planificado hacen entrada en la escena dos personajes bastante pintorescos que empiezan a hablarle a Corchea como si la conociecen de toda la vida. Un hombre bestial por donde se lo mire, con mirada agresiva pero escondiendo un temor a algo que se guardaba muy pero muy adentro. Vestía una chaqueta marrón con motivo de príncipe de Gales y un olor como a orina pero que no era eso. A su lado una mujer palidísima, casi transparente. Si hubiera estado mas en sus cabales hubiera hecho una mejor interpretación del momento pero Corchea dedujo que era un espectro. Cada vez que la mujer se acercaba a Corchea el frío era tremendo y la voz de la blanca fémina estremecía a la joven amiga de Astor. Casi como por rutina la espectral dama empezó a dar instrucciones a Corchea. El tipo extraño desapareció entre unos troncos con moho. La mujer rara se presentó ante Corchea como Karen y al decir su nombre se batía el pelo con una sensualidad horrorosa. Le untó una especie de savia verdosa en la cara y la llevó a la copa de un árbol donde le enseñó a treparse en las lianas y movilizarse en ellas como el hombre mono de la televisión. Karen le pedía a Corchea que la imitara en sus decires. Corchea se esforzaba por hablar ese español que la dama espectro escupia de sus labios azules. ''Vos sos eso, hablá así, vas a ser feliz''. Cuando Corchea estaba deslizandose en el aire como una flecha aferrada a su liana, Karen da un salto felino y la empuja desde una altura alarmante hacia el verde del patio infinito, del bosque gigante. Cuando Corchea despierta ya estaban cerca de los sillones Astor y un par de personas, alrededor de la pobre chica. Astor dijo que tenía que sacarse la bala. Ya había llamado a la ambulancia. Corchea sentía mucho frío y le ardía el muslo. Pero parecía olvidarse de eso. Astor le advertía y le recordaba de la bala y sólo en esos momentos entraba en razón. Empecinada quiso sacarse el plomo de la pierna por sus propios medios. Si en la tele lo hacían, no debería ser tan difícil! Cuando sumergió el dedo índice en la herida chilló de dolor y empezó a llorar. Astor la reprendió de un grito y dijo que esperara al médico. La tomó del hombro derecho que tenía moretoneado por el golpe tras la caída de la liana y gritó aún mas; el dolor se escurría por su cuerpo como una serpiente helada. Se apoderaba de todo como una enredadera horrible hasta llegar al medio del pecho en un tremendo punzamiento que la ahogaba. Jadeaba desesperada tomándose el pecho, sentía morir. Pedía por su mamá, todo giraba más y más rápido en el mismo sepia de siempre pero mas rosáceo. Toda su vida pasaba ante sus ojos como un video clip y la película se humedecía por los lagrimones. Cuando despertó por segunda vez la ambulancia ya había llegado pero no había intervenido todavía el cuerpo de Corchea. Corchea pudo observar el cuerpo innerte del hombre del arma que todavía seguía con vida. Vio la cara de su padre por un momento en el que hasta ahora había sido sólo una sombra que perseguía a su amigo despues de bajarse de una ridícula moto gris con calcomanías aún más ridículas. Se levantó rengueando, chorreando sangre y clavó en el pecho del tipo del arma una rama de árbol filosa que encontró a manotazos torpes. Lo tomó del cuello mientras lo subían a la camilla y dos oficiales observaban la situación. No podían despegar a Corchea de la humanidad del rufián aquel. Corchea llevaba aún algunas balas truncas en el bolsillo que el idiota del arma había disparado pero que ella logró atrapar en el aire por alguna falla que seguramente el revolver tenía. La guardó junto con la bala que se había sacado casi somnolienta, antes que llegaran los paramédicos. Todos abrazaron a Corchea, un poco para contenerla y un poco por amor. A lo lejos en lo alto de un tilo se divisaban las ropas blancas y los cabellos azabache al viento de Karen y la pose roedora del extraño tipo que la acompañaba.

lunes, 8 de abril de 2013

El alborotado Elmer Quesada

El alborotado Elmer Quesada subió al interno 132 de la línea 67 en la parada de la Facultad de Derecho. Esa sería la última vez que tomaría un colectivo. Pese a que no se dio cuenta de mi presencia, la suya, en lo personal, me pareció perturbadora. Cosa tan fácil para esos hombres grises como él, pero no, lo complicaba al extremo, y más aún que su lánguido cuerpo no lo ayudaba. Lo aparatoso y lo torpe iban de la mano en 192 centímetros de maciza osamenta recubierta de una piel blanca rosácea y algunos cabellos castaños en una cabeza que ni se qué tendría adentro. Cada movimiento un parto con el gigantón de espaldas a mis espaldas, y mirá que no iba tan lleno, y la complicaba. Si hay algo que me da rabia es la gente que camina para atrás, y más aún que no se den cuenta de lo que hacen al hacerlo. Tres pisotones talla 47 de unos zapatazos negros que ajetreaban mis alpargatas azules que por muy polvorientas que estén exigían respeto. Pero no, si ni le debe llegar la sinapsis del pie a la cabeza, ni debe digerir la orden nerviosa y se queda allá arriba con cara de nada y de me caigo. La oficial de policía que tenía frente a mis narices me miraba con un gesto que traducía un entendimiento en la mirada, pero la curva de Libertador que casi hizo que nos besáramos rompió todo lazo con ella y me quedé aguantando en soledad la espalda del jirafón. Entiendo el tema del equilibrio y de sus zancos naturales, y de la falta de agilidad que le conllevaba ese beneficio de ser alto. Tampoco digo que todos los altos sean así. Él era así de bobo por ser el alborotado de Elmer Quesada. Mi instinto asesino crecía y llegaba a un punto insostenible en el momento que de su bolso, ese bolso negro y de puntas triangulares que se me clavaban en las lumbares con vehemencia, sacó una revista para leer. Este! Ni pararse sabe, ni agarrarse con las dos manos puede, y saca una revista para leer. Parecía un péndulo, y en el momento en que golpeó a la señora a la que yo había cedido mi asiento en la parada del Colón, estuve a punto de decirle al pelotudo que se baje del colectivo o que lo talaba a piñas, pero la oficial me miró nuevamente y me contuve un tanto sonrojado. La señora lo perdonó piadosamente con una sonrisa. Un perdón que nunca existió, porque sólo dijo ''uy!'' con una cara de nabo que me retorcía y me hacía sonarme los nudillos. Es que si hubiera sido yo el que hubiese chocado a la señora, y más con la facha que llevaba ese 3 de abril, seguro me hubiera puteado. Pero encima de inepto suertudo. No se movía. Había lugar en el fondo pero no se movía. Yo no me iba a despegar de mi lugar al lado de la policía porque había subido antes que él. Y ni un asiento se desocupaba como para que se desimante de mi espalda con la suya. A cada minuto me hervía más la sangre y una pestífera hiel como de león argentino me rabiaba a más no poder, a un deseo indudable de destrozarle el cuello de un apretón certero. Todos los golpeados por ese obelisco de traje me ovacionarían y me llevarían en andas hasta mi casa festejando que Elmer no los molestaría nunca más en un viaje de regreso al hogar. Se lo hubiera dicho. Mirá flaco, esto de los colectivos no es para vos. Si tampoco te anda faltando como para un taxi, o decile a la urraca esa que tenés por mujer que te preste el auto día de por medio. Si total para lo único que lo usa es para sus saliditas con tu amigo Darío. A tus espaldas! Así como estoy yo, tan ausente y pisoteado. Giró en Santa Fe el 67, se movió el gigante un paso al costado, le propiné un codazo adrede en una nalga creo que fue, del cual ni se inmutó. Un viejo me guiñó el ojo con aprobación por la movida pero no fue suficiente, sólo quería desfigurarlo a trompadas. Cuando ya llegaba la parada de Juramento donde los dos lamentablemente teníamos que bajar, ya tenía todo planeado. Me acercaría a hablarle, trataría de calmarme. Matarlo ya no estaba en mis planes, si no me animo ni a matar una cucaracha. Le diría que tenga mas cuidado, que posicione los pies así y que con las dos manos es mejor. Que busque lugares estratégicos en la unidad, y que lea sólo si va sentado. Al fin y al cabo era por su bien. Lo dejaría bajar primero y me haría el desentendido gritando su nombre como si lo hubiera visto de casualidad. Bajamos del mismo coche, que loco, che. El 67 frenó en la parada de Juramento y al primer paso del Gulliver de Belgrano en el pavimento, una moto salió de la nada misma llevándose el cuerpo del pobre desgraciado de Quesada por delante. Grité su nombre como había planeado. Cayó muerto al instante con una mancha roja que crecía alrededor de su cabeza, tiñendo el gris del concreto.

La exposición

El manicomio voluntario de la calle Crámer vestía de gala aquel mediodía de viernes santo mientras Astor tendía ropa interior en el balconcito del décimo piso y miraba con desdén los cánticos adoradores que proferían aquellas personitas, desde niños a ancianos, que al terminar repetían en coro una misma palabra gritada y un par de ademanes de la mano en la cara y un besito al aire. Ya iban por el postre, que desde el balconcito parecía gelatina de frambuesa o frutilla, y Astor rió por la casualidad de que tenía una cajita de menjunje para hacer gelatina en la alacena. Puso a lavar los platos en la ducha, y empezó a preparar su almuerzo que consistía en sobras de una botella de vino caro y galletitas con queso Philadelphia. Le costaba mantenerse en la silla, estaba excitado e histriónico, aún, por la visita de ayer al centro cultural donde exponían una muestra de diferentes obras, en diferentes estilos de un fotógrafo y multifacético artista argentino. Había sido un lindo jueves con Mara después de conversaciones de trabajo y buenas acciones. Cuando llegaron a la muestra Astor empezó a tamborilear por dentro y a tener esas ganas locas de babear de exaltación de sentidos. El lugar era pura saturación. Se sentía en un trance de ácidos y viejas clases de diseño proyectual con Feltrup y Marshita. Lo egocéntrico de la faceta artística de Astor empezó a desprenderse con frases marcadas como ‘’me encanta lo que hace este tipo’’, ‘’me recuerda a mi estilo’’, y esa identificación fue sostenida por el asentimiento de Mara que aducía que lo había invitado por esa razón. La temática del tigre y el yaguareté reducían a Astor a un instinto primitivo, de niño perdido en Misiones o el Amazonas, de juegos, de colecciones de libracos y otros registros de animales. Mara sacaba fotos a cada obra y a algún que otro espectador, y de vez en cuando cruzaba palabras con el aniñado Astor que quedaba maravillado ante cada detalle, ante cada símbolo. ‘’Pura simbología’’, no se cansaba de repetir. Y suspiraba. Después de recorrer el lugar por dos horas, Mara y Astor ya se sentían en casa y le explicaban a los nuevos observadores algunas nociones de arte y diseño y algún que otro chisme del autor. Se molestaban por los que no seguían las reglas básicas, como no cruzarse delante de alguien que contempla un cuadro. Astor empezaba a divertirse más y más. Había empezado a meterse entre las personas de los grupos que se armaban frente a las mas estridentes de las obras y escuchaba los argumentos mas falaces sobre las obras, y reía a carcajadas, por más que el guardia lo haga callar, el guardia que aclaraba que ‘’sin flash’’. Se mordía la lengua para no interrumpir a un viejo tarambana que explicaba erróneamente una historia de Latvia y leyendas guaraníes sobre el jaguar a una muchacha bien dotada y de vestido con lunares negros sobre fondo blanco. Ya no caminaba, Astor correteaba por los pasillos de la galería. Reía, hacía caso omiso a los comentarios obscenos que le profirió un hombre de avanzada edad respecto a su supuesta belleza física. Astor explotaba, Astor renacía, admiraba al artista, también a Mara, y le agradecía por el paseo, como esos nenes que agradecen a la madre por el regalo de navidad y prometen que lo van a cuidar como a nada en el mundo. Astor no quería irse, se sentía parte del lugar, balbuceaba algún que otro proverbio del noroeste argentino y reconocía obras en dibujos e intervenciones del autor. Se enriquecía, se alimentaba, se volvía cada vez más parte. El guardia le pidió que no abrace más a los visitantes y que si quería seguir abrazando a la inmóvil columna blanca de yeso que había estado besando minutos antes, no había problema, pero que no moleste a la gente. Mara empezaba a sentirse incómoda, y esa palabra no alcanza. Retaba a Astor que parecía un cachorro de departamento en el parque Centenario. Las 21 horas llegaron al reloj digital de letras rojas del hall, y Mara le rogaba de rodillas en el suelo a Astor que salieran del predio, que ya cerraban la muestra. Cuando Astor trepó la gigante escultura de un koya que fumaba un cigarrillo hecho de un billete fue el momento en que Chiquín y Márquez, hombres de seguridad del Gobierno de la Ciudad, hicieron aparición en escena proporcionándole una suficiente dosis de golpes a Astor que se desaferraba de la estatua de yeso y gritaba: ‘’ustedes no entienden el arte! Sigan cerrando centros culturales, sigan destruyendo la cultura, sigan deshaciendo Buenos Aires!’’