lunes, 8 de abril de 2013

El alborotado Elmer Quesada

El alborotado Elmer Quesada subió al interno 132 de la línea 67 en la parada de la Facultad de Derecho. Esa sería la última vez que tomaría un colectivo. Pese a que no se dio cuenta de mi presencia, la suya, en lo personal, me pareció perturbadora. Cosa tan fácil para esos hombres grises como él, pero no, lo complicaba al extremo, y más aún que su lánguido cuerpo no lo ayudaba. Lo aparatoso y lo torpe iban de la mano en 192 centímetros de maciza osamenta recubierta de una piel blanca rosácea y algunos cabellos castaños en una cabeza que ni se qué tendría adentro. Cada movimiento un parto con el gigantón de espaldas a mis espaldas, y mirá que no iba tan lleno, y la complicaba. Si hay algo que me da rabia es la gente que camina para atrás, y más aún que no se den cuenta de lo que hacen al hacerlo. Tres pisotones talla 47 de unos zapatazos negros que ajetreaban mis alpargatas azules que por muy polvorientas que estén exigían respeto. Pero no, si ni le debe llegar la sinapsis del pie a la cabeza, ni debe digerir la orden nerviosa y se queda allá arriba con cara de nada y de me caigo. La oficial de policía que tenía frente a mis narices me miraba con un gesto que traducía un entendimiento en la mirada, pero la curva de Libertador que casi hizo que nos besáramos rompió todo lazo con ella y me quedé aguantando en soledad la espalda del jirafón. Entiendo el tema del equilibrio y de sus zancos naturales, y de la falta de agilidad que le conllevaba ese beneficio de ser alto. Tampoco digo que todos los altos sean así. Él era así de bobo por ser el alborotado de Elmer Quesada. Mi instinto asesino crecía y llegaba a un punto insostenible en el momento que de su bolso, ese bolso negro y de puntas triangulares que se me clavaban en las lumbares con vehemencia, sacó una revista para leer. Este! Ni pararse sabe, ni agarrarse con las dos manos puede, y saca una revista para leer. Parecía un péndulo, y en el momento en que golpeó a la señora a la que yo había cedido mi asiento en la parada del Colón, estuve a punto de decirle al pelotudo que se baje del colectivo o que lo talaba a piñas, pero la oficial me miró nuevamente y me contuve un tanto sonrojado. La señora lo perdonó piadosamente con una sonrisa. Un perdón que nunca existió, porque sólo dijo ''uy!'' con una cara de nabo que me retorcía y me hacía sonarme los nudillos. Es que si hubiera sido yo el que hubiese chocado a la señora, y más con la facha que llevaba ese 3 de abril, seguro me hubiera puteado. Pero encima de inepto suertudo. No se movía. Había lugar en el fondo pero no se movía. Yo no me iba a despegar de mi lugar al lado de la policía porque había subido antes que él. Y ni un asiento se desocupaba como para que se desimante de mi espalda con la suya. A cada minuto me hervía más la sangre y una pestífera hiel como de león argentino me rabiaba a más no poder, a un deseo indudable de destrozarle el cuello de un apretón certero. Todos los golpeados por ese obelisco de traje me ovacionarían y me llevarían en andas hasta mi casa festejando que Elmer no los molestaría nunca más en un viaje de regreso al hogar. Se lo hubiera dicho. Mirá flaco, esto de los colectivos no es para vos. Si tampoco te anda faltando como para un taxi, o decile a la urraca esa que tenés por mujer que te preste el auto día de por medio. Si total para lo único que lo usa es para sus saliditas con tu amigo Darío. A tus espaldas! Así como estoy yo, tan ausente y pisoteado. Giró en Santa Fe el 67, se movió el gigante un paso al costado, le propiné un codazo adrede en una nalga creo que fue, del cual ni se inmutó. Un viejo me guiñó el ojo con aprobación por la movida pero no fue suficiente, sólo quería desfigurarlo a trompadas. Cuando ya llegaba la parada de Juramento donde los dos lamentablemente teníamos que bajar, ya tenía todo planeado. Me acercaría a hablarle, trataría de calmarme. Matarlo ya no estaba en mis planes, si no me animo ni a matar una cucaracha. Le diría que tenga mas cuidado, que posicione los pies así y que con las dos manos es mejor. Que busque lugares estratégicos en la unidad, y que lea sólo si va sentado. Al fin y al cabo era por su bien. Lo dejaría bajar primero y me haría el desentendido gritando su nombre como si lo hubiera visto de casualidad. Bajamos del mismo coche, que loco, che. El 67 frenó en la parada de Juramento y al primer paso del Gulliver de Belgrano en el pavimento, una moto salió de la nada misma llevándose el cuerpo del pobre desgraciado de Quesada por delante. Grité su nombre como había planeado. Cayó muerto al instante con una mancha roja que crecía alrededor de su cabeza, tiñendo el gris del concreto.

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