lunes, 8 de abril de 2013

La exposición

El manicomio voluntario de la calle Crámer vestía de gala aquel mediodía de viernes santo mientras Astor tendía ropa interior en el balconcito del décimo piso y miraba con desdén los cánticos adoradores que proferían aquellas personitas, desde niños a ancianos, que al terminar repetían en coro una misma palabra gritada y un par de ademanes de la mano en la cara y un besito al aire. Ya iban por el postre, que desde el balconcito parecía gelatina de frambuesa o frutilla, y Astor rió por la casualidad de que tenía una cajita de menjunje para hacer gelatina en la alacena. Puso a lavar los platos en la ducha, y empezó a preparar su almuerzo que consistía en sobras de una botella de vino caro y galletitas con queso Philadelphia. Le costaba mantenerse en la silla, estaba excitado e histriónico, aún, por la visita de ayer al centro cultural donde exponían una muestra de diferentes obras, en diferentes estilos de un fotógrafo y multifacético artista argentino. Había sido un lindo jueves con Mara después de conversaciones de trabajo y buenas acciones. Cuando llegaron a la muestra Astor empezó a tamborilear por dentro y a tener esas ganas locas de babear de exaltación de sentidos. El lugar era pura saturación. Se sentía en un trance de ácidos y viejas clases de diseño proyectual con Feltrup y Marshita. Lo egocéntrico de la faceta artística de Astor empezó a desprenderse con frases marcadas como ‘’me encanta lo que hace este tipo’’, ‘’me recuerda a mi estilo’’, y esa identificación fue sostenida por el asentimiento de Mara que aducía que lo había invitado por esa razón. La temática del tigre y el yaguareté reducían a Astor a un instinto primitivo, de niño perdido en Misiones o el Amazonas, de juegos, de colecciones de libracos y otros registros de animales. Mara sacaba fotos a cada obra y a algún que otro espectador, y de vez en cuando cruzaba palabras con el aniñado Astor que quedaba maravillado ante cada detalle, ante cada símbolo. ‘’Pura simbología’’, no se cansaba de repetir. Y suspiraba. Después de recorrer el lugar por dos horas, Mara y Astor ya se sentían en casa y le explicaban a los nuevos observadores algunas nociones de arte y diseño y algún que otro chisme del autor. Se molestaban por los que no seguían las reglas básicas, como no cruzarse delante de alguien que contempla un cuadro. Astor empezaba a divertirse más y más. Había empezado a meterse entre las personas de los grupos que se armaban frente a las mas estridentes de las obras y escuchaba los argumentos mas falaces sobre las obras, y reía a carcajadas, por más que el guardia lo haga callar, el guardia que aclaraba que ‘’sin flash’’. Se mordía la lengua para no interrumpir a un viejo tarambana que explicaba erróneamente una historia de Latvia y leyendas guaraníes sobre el jaguar a una muchacha bien dotada y de vestido con lunares negros sobre fondo blanco. Ya no caminaba, Astor correteaba por los pasillos de la galería. Reía, hacía caso omiso a los comentarios obscenos que le profirió un hombre de avanzada edad respecto a su supuesta belleza física. Astor explotaba, Astor renacía, admiraba al artista, también a Mara, y le agradecía por el paseo, como esos nenes que agradecen a la madre por el regalo de navidad y prometen que lo van a cuidar como a nada en el mundo. Astor no quería irse, se sentía parte del lugar, balbuceaba algún que otro proverbio del noroeste argentino y reconocía obras en dibujos e intervenciones del autor. Se enriquecía, se alimentaba, se volvía cada vez más parte. El guardia le pidió que no abrace más a los visitantes y que si quería seguir abrazando a la inmóvil columna blanca de yeso que había estado besando minutos antes, no había problema, pero que no moleste a la gente. Mara empezaba a sentirse incómoda, y esa palabra no alcanza. Retaba a Astor que parecía un cachorro de departamento en el parque Centenario. Las 21 horas llegaron al reloj digital de letras rojas del hall, y Mara le rogaba de rodillas en el suelo a Astor que salieran del predio, que ya cerraban la muestra. Cuando Astor trepó la gigante escultura de un koya que fumaba un cigarrillo hecho de un billete fue el momento en que Chiquín y Márquez, hombres de seguridad del Gobierno de la Ciudad, hicieron aparición en escena proporcionándole una suficiente dosis de golpes a Astor que se desaferraba de la estatua de yeso y gritaba: ‘’ustedes no entienden el arte! Sigan cerrando centros culturales, sigan destruyendo la cultura, sigan deshaciendo Buenos Aires!’’

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