lunes, 21 de octubre de 2013

una de Descartes

La calle Santa Fe era un desfile de colectivos de infinita gama de colores y números que por seguro hubiera sido un festín para mi padre, un trotamundos asentado en el conurbano que sabía de memoria todos los recorridos y las diferentes combinaciones cromáticas de las líneas de Capital Federal. Era una especie de Filcar humano. Los taxis se escurrían entre los espacios físicamente imposibles que dejaban los autos regulares y los colectivos, y las motos afiladas y veloces puedo decir que transpasaban la materia. Un nene de unos 6 años le preguntaba a su mamá por qué el letrero de ''ambulancia'' estaba escrito al revés, pensando que había descubierto un gran enigma. Al verdulero ambulante, o mejor dicho vendedor de frutas (a estos personajes les faltaba oficio para ser verduleros) se le caían una decena de frutillas del cajón (que decía ''Claudio'') en dos tandas. Y luego de la segunda caída las recogía y las colocaba nuevamente en su ''vidriera''. A su vez un 93 escupía un humo negruzco de su caño de escape y un anciano con una muleta tosía tuberculosamente y se quejaba de la tardanza del 68, mientras se colaba en la fila y la muchacha de atrás no estaba con todos los ánimos para reprocharle su adelanto ilegal. Un pibe corría por la calle con una cartera de mujer en la mano y varios sacaban conclusiones. El ruido de las monedas chocando el fondo del vaso de plastico fucsia del ciego de la puerta del bazar que parecía presenciar todo de una manera diferente. Las chicas que repartían panfletos de reparación de celulares y de la pizzería de la esquina comentaban sobre lo rápido que cortaba el semáforo, y que ''pobres los viejos''. Un actorcito de la novela de la tarde hacía su aparición bajando de un taxi a mitad de cuadra y alborotaba a la muchedumbre cholula que pedía fotos y autógrafos. Una señora canosa y diminuta pasaba con ritmo corto y acelerado con un enorme gato blanco y negro a cuestas, que llevaba una especie de corset rojo y una pelusa lila, seguramente del sweater de la señora que lo llevaba abrazado, en su boca. Un portero del edificio de las oficinas de Atención al Solicitante señalaba el cielo y le explicaba a uno de los de la fila que el viento del sur iba a limpiar todo. Mientras, Klaus, empequeñecido en la fila del 152, sólo tenía ojos para su mundo. Su pequeño mundo en ese gran mundo que es un subconjunto de otros infinitos conjuntos. Klaus sentía pena porque otra aventura amorosa había fracasado, y no se percataba que el frutito de los árboles de plátano que tanta alergia le causaban, caían sobre su cabeza como espolvoreados por una gran mano de una especie de Genio Maligno.

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