miércoles, 26 de junio de 2013

El descubrimiento de Vaclav Burjanek

Vaclav Burjanek era un tipo que se estaba quedando calvo, que amaba el olor del tabaco fresco, que disfrutaba de ir a los cafés en días lluviosos y que sonreía enternecido al ver familias con niños, con algo de nostalgia.
Todo eso es más que anecdótico y casi sin importancia.
Vaclav Burjanek llevaba dos años de estadía en un viejo apartamento de la calle 55 en el Barrio Nuevo Bristol y festejaba sin saberlo el segundo aniversario de la mudanza en soledad, tomando una Coca Cola tibia al lado de una salamandra que tenía en el segundo rincón más oscuro de su hogar.
Hace varios meses había sufrido demasiado por la separación con su esposa, que lo había dejado por segunda vez; esta vez se había ido con un afamado bailarín de tango salón del Barrio Zorzal. La ruptura fue definitiva.
Esto otro si bien es un causante, no llega a ser el meollo del asunto y resulta irrisorio frente a los sucesos que harían famoso a Vaclav Burjanek.
Nacido en Praga en una primavera lluviosa, su familia emigró al nuevo continente en busca de sueños que nunca prosperaron. Los sueños...
Vaclav era un artista volátil, hábil en varias artes pero poco especializado en una en específica, lo que lo hacía un hombre orquesta. El se autodenominaba mediocre.
Inició estudios en teatro con una directora reconocida del cual no puedo dar el nombre por ahora, por razones de estricta reserva, la cual me fue encomendada por ella misma, quizás por miedo, o por vergüenza, o sólo por discreción.
Según la directora era un actor en franco ascenso. Pero todo esto no hilaría la trama que me interesa contar. Todo es accesorio.
Un 6 de junio Vaclav dejó de ir a trabajar definitivamente, sin aviso, repentinamente y con mucha culpa. Sentía que no podía seguir.
Una licencia de largo tratamiento de meses atrás diagnosticaba un problema psicológico, pero era una licencia falsa, que escondía la verdadera magnitud de sus acciones, el significado oculto y principal.
El mismo 6 de junio los movimientos de la tarjeta de crédito de Burjanek mostraban gastos excesivos en comparación a los usuales y agotó los límites de su sueldo. Carpintería, almacén y verdulería fueron los tres rubros que atacó en el Mercado Central de Nuevo Bristol. Las provisiones fueron calculadas minuciosamente en planillas desprolijas y números toscos.
Desde ese día Vaclav Burjanek creaba un nuevo mundo en su mundo, o quizás eso fue mucho antes.
Fue por enero pasado, de ese mismo año, que había empezado a encontrar extraños detalles que superaban su racionalidad.
Una noche llegó de su trabajo y notó unos pequeños organismos que colgaban sobre las paredes. Habrán sido cuatro, o seis, todos idénticos entre si hasta donde se podía observar. Un capullo de forma tubular y estructura blanda, recubiertos de una especie de pelusa afelpada. De ellos salían pequeños y viscosos seres de movimientos acotados y curvilíneos que serpenteaban sobre los muros blancos de su habitación.
Buscó todo tipo de información en las enciclopedias de su apartamento pero fue en vano.
Pasó varias horas observando su comportamiento. Se animó a tomar uno de ellos con una pinza de depilar que había sido de su esposa y mató a uno de los organismos cortándole la cabeza, o lo que parecía serlo. En realidad nunca supo si el corte fue letal, pero se sintió aterrado por varios minutos mientras un frío acusador recorría su pescuezo y las sienes.
Agotado de tanto estudio accedió a categorizar a los seres dentro de la calidad de organismos larvarios, y planteó una teoría que sólo el escuchó en su cabeza. Era un paso intermedio en la metamorfosis de algún insecto quizás.
Temeroso a que algo se le escape de su comprensión racional o de su conocimiento académico concluyó en bautizarlos quimerillas, sólo hasta que descubra qué eran en realidad, si es que alguna vez habían sido descubiertos.
La noche siguiente no fue menos agitada y fue especialmente húmeda y fría para tratarse de un verano sudamericano.
Directamente no durmió hasta que se hizo la hora de irse de nuevo al trabajo. En el medio todo fue experimentación. Ningún libro de los que había sacado de la biblioteca daba información certera que coincidiera con las características de las quimerillas.  Pero seguía habiendo similitudes en su clasificación con las académicas que exponían sobre los estados larvarios. Sólo diferían pequeños puntos.
Esa noche fue más silenciosa que nunca. Las quimerillas habían ascendido en número a unas cientas. Fue un crecimiento abismal, acelerado y quizás chocante.
Elaboró algunas hipótesis sobre ese incremento poblacional incursionando en gráficos de curvas que merodeaban cuestiones meteorológicas, matemáticas, y hasta emocionales. En ese momento fue  cuando desistió por minutos y abandonó la ginebra por un instante.
El sol pegaba en la ventana de la habitación y era momento de irse.
Antes de marcharse bajó la persiana de la habitación como para que al volver de noche, otra variable pueda ser analizada; la luz solar.
El día en la oficina fue tranquilo, un trámite; cuestiones de incisos, deducciones, créditos y otras hierbas contables. Pero las quimerillas no se iban de sus pensamientos  ni por un instante.
Vaclav llegó un rato antes a su casa esa noche y fue directo a la habitación. Ese sería el itinerario de la nueva vida de Vaclav Burjanek; trabajo, bus, puerta, ascensor, habitación. Un círculo perfecto e infinito.
Las quimerillas habían incrementado su número nuevamente. El vigésimo conteo de la noche calculaba unas trescientas cuarenta y dos quimerillas. Todas del mismo tamaño. Quizás el estado anterior al larvario fuera microscópico ya que aparecían repentinamente. Necesitaba ver el fenómeno con sus propios ojos y esperar que por fin dieran a luz la evolución final de ese ser al que ya también había bautizado, y hasta tenía bocetos que había dibujado.
Las quimerillas parecían alimentarse de otros microorganismos similares a los de su estado inicial, lo que hacía invisible al ojo de Vaclav una supuesta cadena fagocitaria, ya que no disponía más que de unas lupas viejas y unas linternas de luz blanca del viejo boticario de Plsen.
Otra interesante manifestación de las quimerillas eran sus vaivenes dentro del capullo. Eran tan parecidas a una lombriz como a una serpiente, pero translúcidas y rosáceas, e ínfimas.
A Vaclav le gustaba acariciar el capullo (el lo llamaba cóstrica) con movimientos de su dedo índice desde arriba hacia abajo. A eso de las 3 de la mañana, cada noche, las quimerillas salían al unísono de sus cóstricas y remedaban una suerte de danza que al principio suponía un cotejo de machos a hembras, hipótesis que fue descartada en el momento que Vaclav descubrió que eran organismos asexuales y que se reproducían por medio de esporas, uno de los medios de reproducción menos comunes en los tres Reinos que en esos días estudiaba (Animalia, Vegetal y Fungi).
El sábado llegó por fin y era el momento perfecto para la observación completa; diurna, vespertina y nocturna.
El viernes había sido un día para dormir. Las quimerillas habían bajado al piso y su comunidad superaba los mil quinientos ejemplares.
Vaclav, tras muchas horas de experimentación con todo tipo de sustancias, había descubierto, entre otras cosas, que las quimerillas eran esquivas al cloruro de sodio, por lo que trazó un camino de sal desde su cama hasta la puerta de salida, como para tener un paso limpio y no pisar a ninguna por accidente.
La dichosa mañana de sábado fue un despertar resplandeciente; tres mil individuos de quimerillas y algunas sorpresas en la oscura habitación que sólo se alumbraba por un foco tenue en un velador desvencijado.
Algunas quimerillas se fusionaban entre sí formando nuevos especímenes a los que Vaclav llamó metaquimerillas dobles y triples, ya que nunca se fusionaban más de tres. Había detectado algunos movimientos importantes, como fenómenos migratorios a determinadas zonas de la habitación, donde intuía, había más concentración de su alimento.
Las zonas que quedaban libres de quimerillas y metaquimerillas eran atacadas por una especie de hongo verdoso que fue poblando las paredes y luego los zócalos hasta llegar a zonas del piso. Los llamó forestes por su similitud a árboles que formaban como pequeños bosques vistos desde arriba.
Febrero y marzo pasaron repentinamente y la bitácora de Burjanek necesitó tres tomos más, tras todos los avances y descubrimientos. Todo ese registro era suyo y sólo suyo, y quizás algún día se lo confíe a la humanidad como un suceso universal; una nueva especie.
En abril empezó a falsificar certificados médicos con la ayuda de su amigo Viktor Kuna, un doctor reconocido del Barrio Lavalle. Su investigación no podía ser interrumpida por su trabajo. En realidad su nuevo trabajo era la investigación.
Esos meses fueron aislamiento puro, no veía más que a Kuna para pedirle certificados. Pasaba días sin comer y sin bañarse. Justamente Vaclav, un obsesivo del orden y la limpieza.
El inframundo de la habitación podía verse tenebroso y sombrío, pero no para él. Eran sus criaturas. El vivenció su génesis, y esperaba, según sus cálculos, que para diciembre terminaran de evolucionar a su forma final; los belórofos, la conclusión de su extensa tesis y la recompensa a su arduo trabajo.
La habitación estaba repleta de metaquimerillas triples que se adueñaban de todo a su paso, excepto de la sal del piso y de la que bordeaba el colchón de Vaclav.
Estaba cada vez más feliz con sus nuevas amigas, y su depresión por su ex mujer ya no tenía lugar en su vida, ni sus frustraciones laborales, ni su carrera artística, ni nada. Era uno más de la manada quizás. Pero era su protector y su esperanza. Las incubaba en las condiciones perfectas para que los esperados belórofos nacieran con sus alas fuertes y coloridas.
Lo bueno es que Vaclav nunca escapaba de su sano juicio al fin de camuflarse con las metaquimerillas, y era conciente que su condición humana era la única forma de garantizar que el proyecto sea fructífero.
Los bailes nocturnos de las metaquimerillas emitían una vibración sonora en sus nanocóstricas (cóstricas más evolucionadas que lucían manchas violáceas y pérdida de pelaje). La vibración en masa emitía un zumbido excitante para Vaclav que le recordaba al sonido de las chicharras en verano, pero unos cuantos decibeles por debajo.
Los finales de abril fueron pobres en avances, salvo en la reproducción. Las metaquimerillas triples ascendieron a mas de tres millones de ejemplares, cálculo aproximado que dedujo por  las medidas del cuarto y la perfecta alineación en rectángulos de las metaquimerillas, que se encimaban en columnas de a quince miembros, en volumen, y que empezaban a adueñarse de los sectores con forestes, tapándolos con una sustancia babosa, la clérida, en la cual formaban su propio alimento.
Mayo fue un despropósito en la oficina. Iba por tres horas, acto que su jefa le reprochó con justa razón. Perdió dinero por los días que faltaba sin aviso y decidió que pronto llegaría el día en que no iría más a perder el tiempo con asuntos de contaduría.
Cuando llegó junio en el almanaque, las metaquimerillas proferían su danza y su canto tres veces por día. Vaclav cenaba en el baño y había clausurado algunas habitaciones, donde guardó casi todos los muebles, excepto una vieja salamandra y una alacena rebatible. Aisló los cuartos anexos con colchones y almohadones para que la acústica externa no estropeara las grabaciones de los sonidos de las metaquimerillas.
El 6 de junio a las 22:42 Matías Szlak y Federico Sánchez, amigos muy cercanos de Vaclav que no supieron de él por meses, irrumpieron en su hogar para celebrar los dos años de su mudanza. La portera ayudó a los jóvenes a pasar al edificio y luego a forzar la puerta del apartamento 13 del piso 2, con total desesperación informados por la mujer sobre el aislamiento de su amigo.
Después de encontrar la sala principal destrozada y el baño lleno de platos sucios, ropa podrida y muchas botellas de ginebra, lograron ingresar a la habitación de Vaclav Burjanek. Allí encontraron el cuarto desamueblado y vacío con las paredes blancas, casi limpias, excepto por los trazos de finas y extrañas marcas de bolígrafos de medición. También hallaron el cadáver de Vaclav Burjanek desnudo sobre un montículo de sal, con ronchas extrañas en su cuello y abdomen, y una sonrisa inmensa en su rostro.

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