martes, 4 de junio de 2013

Adios y Bienvenida!

Las ultimas hojas del otoño caían de los arboles sobre las baldozas grises que se teñian de amarillo y tonos ocres. Anunciaban el final, el ocaso de un ciclo, the fallin'.
Llegamos a Castelar en un viaje fugaz pero entrecortado, como una extensión de una llamada, como una noticia anunciada pero que no sería lo que es hasta que sea.
Ya de cierta forma había estado entrenándome para ese momento, desde niño cuando leía Hojarasca, o viendo alguna película francesa de los últimos tiempos. Pero así es la vida, y en la vida es mas real, quizás. Acepto que el quizás fue de más, pero todavía las ideas no se acomodan, todo se nubla en un ir y venir, entre difusas figuras de realidad y fantasía, o de creencias y sus contrarios, de las no aceptaciones, pero no por terquedad, ni por intuición, sino por el mero hecho de no hallarse. ''Todavía no caigo'' proferían los mas sentimentalistas, los que juraron que habían aceptado el duelo de antemano y no pudieron evitar las lágrimas del velatorio, ni las sonrisas del parque cementerio.
Las manos frías, el cuerpo estuche, el alma tácita, los recuerdos mas recuerdos que nunca porque no estabas ahí. Ya estabas tan en nosotros que no te encontrábamos. Ciclos que se cierran, decían sin decirlo.
Tus hijos no eran más que una amalgama de tristeza y alivio, cada uno con sus propias formas de llorarte, de actuar, como desde siempre, cada uno bien diferenciado del otro, tan fríos unos y otros tan negados; historias de por medio, pero el amor era lo común en los cuatro, y eso nos daba una bobalicona ternura, una imagen de niños, de nuestros padres y tíos.
Lo mas feo de todo el momento fue lo de siempre; los sistemas, la burocracia, los papeleos. Ni morir a uno en paz dejan.
La habitación era el mismo haz de luz de siempre, tenue ocre y algunas notas fuertes de olores y los helados fierros de la cama ortopédica de los últimos años. La imagen de un Jesús europeo, el de las estampitas, la Vírgen de piedra, el tocadiscos y mi cama de niño, junto a la tuya.
El cuerpo era una crisálida abandonada, ya explique lo de cuerpo estuche, lo de cuerpo mutado, cuerpo contenedor. El cuerpo estaba tapado por un lienzo, algo así como un santo sudario de nuestra más antigua deidad, de nuestra eterna vieja, como le dice Carolina.
Carolina llegó mas tarde con sus hermanitas. Y mi hermanito fue el primero de los primos en enterarse. Su proceso era como su vivir; retraído, interno, silencioso. Tierno, podría verse.
Carolina me abrazó por tercera vez en el día y eran intercambios de sonrisas, lagrimones, anécdotas y sillones marrones, como siempre.
Los viejos iban y venían, todo sonaba a telefonos, a alarmas, a corridas y a urgencias. Todo era un trámite, todo era un apuro. Y para Rosa no. Ya estaba, ya nos decía que podíamos descansar, pero los viejos nunca entienden, los grandes siempre fueron así, cabezas duras, y Carolina piensa lo mismo.
Tazas de café, vecinos agolpados, ¿la podemos ver?, ¡ojo, los nenes!
Me gustó el gesto de la crisálida abandonada! Era un gesto de lucha. Eso me inspiró su fortaleza, su no entrega a la temida muerte. Ahora si está en paz. Lo sé porque con los primos lo sentimos, en el pecho así con una cosquilla turbia que nos hablaba, que se quejaba como en los días de demencia cenil, los últimos manotazos de resistencia, los últimos reconocimientos, arcaicos, movimientos de bebé en sus manos arrugadas y mirada perdida con un gestito esperanzador. Cabello largo, anciano.
Los primos y yo mutábamos de tristes a felices y nos íbamos rotando como en un juego de rondas donde nos turnábamos en la dos principales tareas; llorar y consolar.
Cuando trasladaron el cuerpo no era ni menos tétrico ni menos triste. La imagen seguía latente y la sorpresa esperada (si redundo en ambigüedades sigo pidiendo disculpas) pululaba en nubecitas que volaban entre nuestras cabezas idas y nuestros confusos sinsabores.
Dormir, no se quién durmió. Mis amigos, los de siempre, los que están, amigos. Se quedaron conmigo hasta tarde, con sus presencias en la casa y a través de la distancia en sus mensajes y charlas online.
La mañana llegó a la orilla como un velero, repentinamente, celeste, con un sol de domingo hermoso, en esa mañana de sábado. ¡Si! Una mañana de domingo parecía, no me había percatado de eso. Quizás porque estabamos todos juntos, como todos los domingos, para verla a ella, la abuela, la que siempre quería ser el centro.
El velorio fue un tanto dramático; los nenes viendo disfrazado al estuche, pintarrajeado. ¡Cuanto morbo en buscar la belleza hasta en el finado! Boca artificialmente cerrada. Tan artificial como ese gesto en las manos, dedos cruzados. Ella nunca se pondría así. Era una mímica tremenda, alrededor de un cajón de madera repleto de materia orgánica. P-U-R-A S-I-M-B-O-L-O-G-I-A. Todo era representativo desde allí, ella ya estaba dentro nuestro. O como solíamos decir, ''se había ido'' ya.
Nada la regresaría, y qué mejor que eso.
Cuando la ceremonia lacrimosa y calurosa entre amigos y familiares, entre curas improvisados, celulares sonando y un interesante método de sellado con un metal que no recuerdo, llegó a su fin, comenzó una caravana. Sería la caravana fúnebre más veloz de la historia, tal vez.
Ahí ya estabamos convencidos. Llevábamos un estuche con un estuche adentro.
Lo lindo fue ver a nuestro primo mayor, y lo abrazamos, y lo alentamos tanto, porque su esposa tenía vida en un vientre gigante, lleno de Lucía y de pataditas, y mucho amor que queríamos darle.
Temimos por los nervios de la embarazada, por lo caótico de un velorio para un bebé y su mamá. ¡Pero se portaron tan bien, tan enteras, tan dignas!
Cuando llegamos al cementerio parque de Libertad, nos reunimos nuevamente, los que quedábamos e hicimos todo el acting, el coreográfico traslado del cajón a la bóveda, y ahí, ahí si la sentimos.
El alma de Rosa estaba dentro del cajón, estaba el aura que irradiaba felicidad. Se reunía en esa bóveda donde el alma de su marido la esperaba, donde estarían juntos, para siempre, como ella siempre lo soñó, como ella siempre lo esperó.



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