lunes, 25 de noviembre de 2013

El payé caburé

''El caburé es una pequeña ave de rapiña de color castaño con algunas manchas blancas (especialmente en el pecho) y dos oscuras en la parte superior del cuello. Tiene cabeza grande, patas fornidas y uñas agudas, enormes ojos de pupila negra e iris amarillo. Habita en bosques de Entre Ríos, Misiones, Río Grande del Sur, Corrientes, Paraguay y el Chaco. Uno de sus métodos de caza es particularmente llamativo: se posa en la rama de un árbol elevado, da un grito dominador y penetrante y mira rápidamente a su alrededor. Los pájaros que se hallan al alcance de su voz  y  todos aquellos a quienes dirige su mirada, se aterran y entumecen. No pueden huir ni volar sueltamente. Al contrario, como atraídos por un imán se encaminan hacia el caburé, que matará dos o tres de ellos.
Como atraídos por un imán...
Atraídos...
a-tra-ídos...''


 Creo que no hacía ni mucho frío ni mucho calor. Astor esperaba a Yaya en la esquina de Corrientes y Juan Be Justo. Cerró los ojos lúdicamente parado en la vereda, pero en ese exacto momento que determinó que el cerrar de párpados no era un pestañeo, apareció Yaya con un abrazo algo alejado y una sonrisa infinita que opacaba el nuevo corte de pelo, algo así como un carré desordenado.
Emprendieron una caminata, usual en ellos, tomando Serrano casi desde el inicio y a medida que dejaban Villa Crespo para meterse en Palermo, se detenían en las luces de la ciudad que nacían con la tarde noche de un invierno cálido.
Se detuvieron varias veces a charlar escenas y vislumbrar temas. Se los notaba contentos aunque algo incómodos. Siempre hay preguntas que hacer que esperan ser contestadas sin efectuarlas. Gajes de su amor.
Rato después siguieron con esa manía rutinaria de perderse; lo mismo pasó con sus miradas. Se encontraron una en la del otro y fue una patada al orgullo, a la mesura, a eso que hacía que no se digan lo que querían decirse.
Yaya tenía ganas de un té. Eran algo así como las siete de la tarde y se metieron en un bar hindú que más parecía un templo de meditación. El olor dulzón de los inciensos, la contaminación por el exceso de colores y la negativa a servir té de los mozos (por considerar que era hora de la cena) fueron motivos suficientes para huir con una sonrisa compartida y burlona a la cafetería mas cercana; querían un café doble para llevar y un té de lavanda, también para llevar.
Antes de llegar a la cafetería los sorprendió una asiática cordobesa que ofrecía adornos de pueblos originarios. Una combinación extraña que hizo que los dos se detuvieran. Yaya compró uno de los adornos, con motivos en color naranja y se lo regaló a Astor. Astor compró uno con colores verdes y se lo obsequió a Yaya. Los adornos representaban al Caburé. La asiática les contó que el que tenga un Caburé tendría todo lo que quisiera; amor, dinero, salud. Astor miró de reojo a Yaya y deseó con todas las fuerzas su amor.
Atolondrado por la cursilería de los pensamientos que tenía tomó a Yaya de la cintura y fueron por el café y el té.
La verdadera historia del Caburé se traduce en una leyenda que cuenta sobre Tonolec o Caburé, un pájaro del monte chaqueño de canto hipnótico, del que se vale para atraer a su presa. Los pueblos del territorio contaban que el ave abusó de este don y, como castigo, un Dios corrió el rumor de que sus plumas servían para hacer un payé, especie de talismán, infalible para atraer el amor no correspondido. Así el Caburé nunca más vivió tranquilo. Los poblareños cuentan que las plumas del Caburé son consideradas como talismán que trae buena suerte en los negocios, juego por dinero y el amor.
Otra versión versa (hermosa redundancia) que existió un fiero cacique, muy famoso en las tribus que poblaban las costas del majestuoso Río Paraná, que estaba enamorado de una bella doncella guaraní llamada Panambí (Mariposa), una hermosa virgen de la tribu. El cacique hizo un pacto con Añá (representación del diablo), y con la ayuda de este consiguió un día seducir a la bella Panambí. Pero Tupá (encarnación del Dios creador), que todo lo ve, resolvió castigar a Caburé, como se llamaba este valeroso cacique guerrero, transformándolo en un ave de rapiña, tal como se lo conoce hoy en todo el litoral.
Con las infusiones en su poder se sentaron en Plaza Armenia con detalles de fondo que por desgracia no recuerdo; perros seguramente, parejitas y muchos chicos, si, había muchos chicos y familias.
Astor deseaba esos poderes hipnóticos del Caburé, aunque una maldición cayera sobre el. Su mariposa, Yaya, revoloteaba alrededor con abrazos, palabras, sonrisas, anécdotas, contándole sentimientos con la sencillez que una miga de budín cae sobre su regazo. Habrá sido el séptimo abrazo que se daban en la velada y ahí empezó todo; una mano de Astor acarició la lomita de la parte de atrás de la oreja de Yaya, al tiempo que la nariz fría de la chica se raspaba con la barba de él. Los alientos se empezaron a sentir cada vez mas cerca, creando una atmósfera que los ahogaba y las ganas de morir de ambos se acrecentó hasta el infinito. Morir besándose, que noble, que trágico, que cursi, que hermoso.
Como cada beso que se daban con el alma, el entorno empezó a nublarse y desapareció en la espesura de la pasión que se tienen, de la locura que son juntos. Se acoplaron, se volvieron aire, fueron Caburé y Panambí pero sin ayuda del Diablo ni ningún otro Dios.

 Varios sucesos se continuaron casi por inercia, una sensación de estar flotando y una cámara rápida que ansiosa los llevaba al departamento de Astor, después de haber pasado por Villa Crespo a alimentar a un gato negro que ella tenía y de sentir una pesadez enérgica bastante lamentable, y algunas lindas sensaciones que encontraron revolviendo la melancolía. Astor no sintió aprehensión por el gato negro, que según la creencia popular da mala suerte. Se aferraba a la versión británica que dice todo lo contrario.
El departamento de Astor ostentaba una soledad tremenda y evocaba tranquilamente un asentamiento gitano en Rumania o Lisboa.
Cuando hicieron el amor con el ruido de la lluvia fue el momento de explosión magistral. Se amaron más que nunca y menos de lo que podían llegar a hacerlo. Se aferraron, se murieron y resucitaron; explotaron y dieron vida a un amor renovado.
Quién sabe cómo se durmieron, pero al despertar conjunto de una mañana gris luminosa, encontraron entre las sábanas que tapaban sus cuerpos hermosamente desnudos, una pluma de Caburé que conservaron muy dentro suyo.

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