domingo, 3 de noviembre de 2013

La Bruja de Coghlan

Hubo cierta noche, no preciso bien si hace meses, días u horas, en la que me atreví a traspasar la frontera de Belgrano hacia Coghlan, o como mas tarde me explicaron se decía en el léxico nativo; ''Couglan''. Las cuadras por Monroe de este lado de Balbín eran decididamente mucho mas frías y apagadas. En una esquina no menos gris que las veredas que había dejado atrás, pero contundentemente más iluminada, me esperaba mi inesperada guía; una oriunda del lugar de la cual penosamente no recuerdo su nombre por haber terminado realmente mareado en tanta charla. Era algo así como Matilde, o Marina, aunque también pudo haberse llamado Elisa o Ximena. Saludámonos con estrecho abrazo como si nos conociéramos y convenimos una especie de tour impulsivo donde ella, la Bruja, me mostraría, a modo de agente inmobiliario, las instalaciones del lugar. Entendamos que recorreriamos los recovecos más escondidos de Coghlan y esos secretos que uno atesora como bancos de parques, mayólicas de casas antiguas, veletas particulares e historias de viejas experiencias de Barrio. Rodeamos el Pirovano de norte a sur con holgada atención, deteniéndonos en los detalles que encontrábamos necesarios; antiguas inscripciones, placas de bronce maltrechas, árboles llorones y una artística graffitera bastante fuera de los cánones convencionales. Tomamos una calle de la cual ya olvidé su nombre (como el de La Bruja) y nos adentramos en una especie de pasillito que se angostaba en una precaria escalinata de piedra áspera que daba a una gran aventura de árboles y pedregullo. Hagámonos la idea de que la escalinata es un portal; si uno no entra con intenciones de encontrar algo sorprendente, desembocará indefectiblemente en alguna calle de adoquines ordinaria, o en algún Banco Provincia, o en un café berreta de moda donde todo cuesta más de lo que vale. Con la intención tatuada en nuestra ilusión de enseñar (la de la Bruja) y de conocer (la mía) accedimos a lo que ella llamó la Plaza Escondida. Los ligustros florecían desde un cemento infertil y unas barandas de metal no tan frías como las de Belgrano o Chacarita, nos condujeron en un inercia acelerada al andén de una estación de trenes. Dimos unas vueltas extrañas pero necesarias, según la Bruja. Me llevó de la mano pero sin tomarla por un puentecito muy inglés que nos presentó un sendero de la frontera entre la Plaza Escondida y la Plaza Nueva, que era algo así como una bazofia de plástico y pasto sintético, enrejada, donde descansaban a un lado, extirpados de su antiguo lugar , unos durmientes del viejo ferrocarril, a metros de la antigua fuente que ahora era un espantoso macetero gigante del cual crecían unos pobres brotes de unas plantas desabridas que en Europa estaban de moda. La Bruja se lamentaba por todo el cambio que fomentaba La Nueva Administración de Coghlan. Me tironeaba por otra escalinata donde ya no había ni ligustros ni enredaderas como la del árbol cerca del Pirovano. Ya estábamos en las afueras de la Plaza Escondida y pisábamos la zona del Barrio Rico donde ella aseguraba con extremo entusiasmo en su mirada azul que pasaban cosas mágicas. Era un encanto el ser llevado por La Bruja. Conocía todos los escondites donde los nenes del Barrio Escondido jugaban a las escondidas las noches de Febrero, las historias de los edificios y cada una de las embajadas y los templos católicos. Nos paramos en el medio del empedrado de la calle y tal como me lo prometió vimos pasar un gato negro corriendo de una vereda a otra. ''Siempre que una persona con ganas de ver más allá del empedrado se pare en el medio de la calle va a ver pasar al gato negro de Melián'' profetizaba mientras se arreglaba un rulo rojo que le caía sobre la oreja. Y empezamos a charlas sobre los rabinos, los judíos y prepucios cortados, entre otras cosas. Cuando caminamos dos cuadras mas hacia el oeste sobre la Calle más cara del Mundo, después de pasar por la heladería con el segundo helado más delicioso que ella conoce, me señaló el lugar de la magia mas hermosa. Esperamos un tiempo, algo así como lo que tarda en fumarse uno un cigarrillo, y miramos juntos al cielo de los árboles, esos árboles que decoraban como un gran tapiz toda la Calle mas cara del Mundo. Cuando ella dijo que era el momento, el árbol Torcido empezó a moverse sobre un plátano de la otra vereda y armaron juntos un puente verde bajo el cual cualquier parejita de enamorados desprevenida se hubiera besado pensando que era un gran muérdago. El árbol Torcido empezó con una danza contagiosa que hizo movilizar a los más rectos de los plátanos, arces y liquid ambar que se unían aunque sea de una ínfima ramita conformando una cadena de energía verde tan única como oculta, que sólo podíamos ver unos cuantos afortunados. Una vez terminado el baile de los árboles continuamos hasta el corte de calle y la Bruja me dejó decidir cómo continuaríamos. Doblamos por mi instinto hacia la izquierda. Habíamos pasado unos cuantos túneles hechos por la Nueva Administración. El último lo recorrimos lentamente mientras comíamos compartiendo un helado de cono y ella me contaba sobre una pasada civilización de hombres y mujeres que alegraban esos pasajes con música y pinturas rupestres. Pero ya nadie sabía donde habían ido a parar desde la construcción del túnel Nuevo. Volvimos en una curva sinuosa a las paredes del Pirovano, luego de pasar el punto inicial. Doblamos en el árbol de enredaderas y otra vez por el portal de la escalinata de la Plaza Escondida. Esta vez encaramos hacia el sector del playón donde algunos chicos ensayaban una guitarreada y picadito al costado. Nos metimos en una especie de playa sin mar, con una arena urbana, menos liviana que la de la costa. Había tres hamacas, un tobogán, una especie de trepadero, unos caballitos de lata, y otros juegos que seguramente no dilucidé. Y estaba Juan, intermitente, pero presente, pero ese es un dato aparte que carece tanto de sentido como de importancia. Estacionamos en las hamacas que eran unos sillines de cuero duro con dos cadenas. Ahí también La Bruja mostró su magia; la de las charlas intuitivas, la de la apertura a un desconocido, la de las confesiones nobles, la de jugar con la arena y no dejar las colillas tiradas en el piso. Ambos fueron maestros y alumnos, y notaron una atmósfera cálida entre las turbulencias de sus vidas, de momentos diferentes, de miradas claras y de anécdotas de asesinatos, de viajes, de bitácoras y amores. Se rieron un poco del frío, y de ellos, y al cantar del vigésimo zorzal que se paraba sobre el cedro cercano al parante oxidado de la hamaca, decidieron emprender viaje por un café de alguna casa de Coghlan.

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