lunes, 1 de julio de 2013

Escena del beso



Al principio me costaba verla besándose con otro tipo, pero bueno, era su trabajo; en la actuación te puede tocar representar cualquier situación, y un beso no es la excepción.
Al principio me gustaba ir a verla actuar. Siempre que podía hacía un huequito en mi agenda. Ella reconoce el esfuerzo de sus seres queridos que la van a ver, que se alegran de que ella disfrute haciendo lo que ama. Y yo, por supuesto, amaba verla disfrutando.
El disgusto que me llevaba por el beso con el actor hizo que de a poco vaya esquivando algunas funciones. Al segundo mes en cartelera ya  la iba a ver sólo los viernes.
Mi mal trago es justificado por varias razones: el actor que la besa es de cuarta; no le creí en ninguna función, en ningún instante. Era una especie de títere tartamudo que gesticulaba hasta para llorar, y eso, es desperdiciar a una delicia de actriz.
Otra cosa que me da tremenda rabia es que justo el que la besa es el único heterosexual de toda la obra ¡Y que se yo! Mil razones mas hay. Pero es lo de ella… si hasta nombre de actriz tiene; el destino parece haberle dicho: ‘’Marilyn, tenés que estar sobre las tablas, ese es tu lugar’’. Y lo hace de maravilla. Prohibirle ese beso con el idiota sería destruir un pedacito de su arte. Como si ella me dijera a mí que no le gusta que pinte mis cuadros con el color azul. Y el azul es tan fundamental como ese maldito beso.
A propósito, ya estoy terminando su cuarto retrato, pero nunca iguala al original.
Cada viernes era más penoso, y hasta la escena del beso parecía prolongarse como para desatar mi regaño. Pero nunca le dije nada, no me atreví.
La obra se extendió por dos meses más. Por el éxito taquillero. Dos meses más para que la gente pueda deslumbrarse, no sólo con la belleza de sus 154 centímetros, ni de esos ojos que devoran todo, ni de su boca perfectamente dibujada, sino también de sus dotes (actorales, claro está) arriba del escenario.
Un viernes me senté en la segunda fila. Ya no le sacaba tantas fotos; las memorias de mi cámara no daban a vasto.
Todo transcurrió totalmente normal; el deceso de Wigan, la muerte de Petrov, la pelea entre Kalenko y Dimitri, la canción de Vezna y claro, el beso de Misia Judith con Felancio.
Esta vez no me pude contener. No pude disimular mi ira y me impulsé de la butaca eyectado por el fastidio. Salí de la sala refunfuñando en total silencio. Tragando amargura esperé en el foyer con una copa de champagne en la mano. Los mozos ya me conocían.
Oí los aplausos y las ovaciones finales, y ahí me decidí a decírselo, ya era hora.
Calculando cada movimiento subí al ascensor hasta el 3er piso, camarines.
Marilyn Petit en letras doradas, claro. Ni golpeé la puerta y entré directamente. Estaba con una enagüita que le quedaba pintada.
Al principio, se sorprendió al verme. Se lo dije de golpe y muy claro: que basta de besos con ese inútil, que ella me pertenecía, que los besos más dulces y sinceros iban a ser sólo conmigo.
Gritó con todas sus fuerzas en un alarido angelicalmente afinado.
Entró un tipo robusto y me asestó una tremenda piña en el estómago continuando con patadas mientras yo yacía en el piso.
Marilyn tuvo el divino gesto de pedirle que se detenga.
El tipo era su marido, aunque bien podría haber sido su guardaespaldas, porque cada golpe fue tan atinado como fulminante.
Fue una lástima haberla conocido de esa manera tan abrupta, tan impulsiva, ciega.  Pero los fanáticos somos un poco así, ella lo sabe; en una nota con la revista Tertulias, del mes de Mayo, contaba al entrevistador de cómo la asediaban constantemente los fans.
Efectivamente, esas noche terminé en la comisaría, y pese a que la orden judicial me impide acercarme a ella por unos cuantos metros, ya no me dan tantas ganas de ir a verla.
A no ser que en su próxima obra no acepte un papel donde tenga que besar a alguien.

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