miércoles, 12 de febrero de 2014

Domingo

Una indudable mañana de domingo, de esas que nacen al mediodía.
Densa humedad y la ausencia de la lluvia como una gran novedad. Sol.
La membrana de la terraza era una gran lámpara plateada; encandilaba. Ella me hablaba de sus plantas, le gusta contarme de los plistones de las hojas, o del proceso de milastación para las raíces, del sexo de las plantas, que estaban enormes, que el sol les hacía esto, y el agua lo otro, que una estaba robusta y otra alta y delgada, que mira estos cogondritos, que rico, que lindo todo, que besos.
Me contó que empujaba las macetas gordas hasta la cornisa de la terraza no se para qué. Creo que para que las peletas de los tallos goteen en ascensión y puedan drenar mejor los bologuitos. Me dió vertigo; pensarla cayendo, con la planta, casi romántico. Pero mi encanto estaba en los cactus.
Una vez en el cuarto que le decían living me puse a clasificar los cactus de maneras nuevas, totalmente inrrecordables. Por formas, por espinas, por color, por tamaño, por macetas, por energía...ah, si! Magníficos ejemplares.
Uno caía sobre la tierra en un movimiento quieto y eterno; volvía a las raíces. Era el mas seco de todos y según ella, el que moriría primero.
Pensé. Le dije lo que pensé, nos besamos, nos cebamos mates y estaba dispuestamente habladora, y yo obsecuentemente discreto. Fue una batalla despareja y hermosa.
Me gustaba ver como se enredaba con gracia y gusto en las eventualidades, encontrando en todo un significado místico, algo superior, el preciado sabor de la coincidencia o la sonrisa de su yo emergente, de sentirse tan y poder ver mas y tener las, aún siendo una mortal.
Era delicioso sentarse a escucharla, armar conexiones, gozar sus manos danzando en alguna explicación que tildaba de inexplicable. Era fructífero; no era paz total, quizás eso me encantaba de ella. Era una duda constante entre vivir y morir, una tremenda mujer, una prisionera de su libertad luchada, ansiando una libertad ganada, y tratando de no perder la batalla contra esas reglas, ah, las reglas, unas, doses, treses y asi, miles, millones y basta. Si, los besos, el sexo, las pieles, era todo magnánimo, pero esto de poder ser yo con ella, y que ella sea yo conmigo, me daba una sensación de magia austera, de exclusiva potencialidad, de superior dimensión, de gran felicidad.
Nos preguntaban si era amor. Si, y no. Nos amabamos locamente. Le conté sobre un suicidio en un tren cuando me volvía a Castelar. Me retrucó con tres o cuatro anécdotas a contar la próxima. Y van a ser anécdotas suyas, y actuaciones mias, y fotos suyas, y fragmentos de frases míos, y preguntas suyas, y dibujos míos, y sonrisas mutuas, siempre al borde de la muerte, siempre al borde de la terraza, o de la tierra, o del andén, o del amor, o de algo que nadie sabe.

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