martes, 20 de mayo de 2014

CAMINO A LA MUERTE SABIDA

El anuncio clasificado dejaba mucho lugar a dudas y especulaciones. El precio de alquiler del inmueble exorbitantemente bajo.
Sacamos conclusiones varias. De una posible trampa a ilusos lectores de avisos hasta una pesca de inocentes personas para un sacrificio de ritual.
Pero era tan necesario unlugardondecaermuerto, y justamente eso pensaba Astor al bajar en la estación Carranza. Ahí empezaba el camino consciente a su indefectible muerte.
La lluvia caía copiosamente por Ravignani y sacó su posible último cigarro. Buen cuerpo, robusto, amable al paladar y textura vigorosa y algodonada, con notas húmedas cedidas por las gotas que incrementaban su caída descendente.
 Elaboró varias hipótesis sobre su muerte; dio por posible la teoría del balazo infame, en la que promulgaba morir por tal causa. Pero también barajó las novedosas posibilidades de ser molido a palos mortalmente por una banda mafiosa del Paraguay o provincias aledañas (la persona con la q se había contactado por teléfono para confirmar la cita tenía acento litoraleño). Otra forma podría ser de un certero cuchillazo en el vientre, mucha sangre, espasmo, muerte. Y la tercera versaba de un rapto en el que ya tenía pensado de antemano decir que no tenía familia viva, y que cobraba unos sueldos de hambre.
A esa altura de su mecanismo cerebral, y de Ravignani, la lluvia se había vuelto una capa uniforme de masa grisácea que bailoteaba zigzagueante por el viento y sonaba constante en una fritura fría sobre los adoquines de la calle y el pavimento.
La calle El Salvador no llegaba; ya había pasado medio Centroamérica porteña y algunas que se metían de prepo, como Soler y un hermoso pasaje Voltaire que le recordó a ese París que nunca recorrió.
La zona hermosa, lo que daba a pensar que algo raro le esperaba en destino. Un sucucho quizás, o un depósito reciclado, o tal vez algo peor.
La suma de dinero que pedían era irrisoria; con lo que alcanza hoy para comprar dos pares de zapatillas Adidas y algunos Guaymallén en Plaza Once de Setiembre (¡¡¡p!!!).
El Salvador brillaba en el gris nebuloso del fondo, y dejaba ver una numeración borrosa pero exacta. Sacó el papelito celeste algo húmedo de su bolsillo mojado y jugó a abrirlo sin romperlo. El número escrito con un asqueroso grafito HB decía ‘5824’.
 Dos para la izquierda, y ya. La calle se decoraba de restoranes caros y caserones hermosos; pleno Palermo Hollywood, qué lujo, qué nivel. Ya desde la esquina vislumbró en la vereda contraria, la de los números pares, unos galpones algo turbios, como decían en la jerga diaria sus amigos del querido Oeste.
La numeración no coincidía; cruzó a la acera correcta y advirtió una casona antigua pero fea, blanca pero no inmaculada y mucho menos cenicienta, rotosa, y una puertita ratona de madera dañada; '5836'. No era ahí. A su lado una puerta de chapa mantenida abierta por un adoquín y un pasillo de conventillo sin el encanto que eso acarrea. Una madriguera de baldosones flojos y luces diurnas y maltrechas como las paredes. Era ahí.
El número marcado como con un fibrón en un trozo de material indescifrable. Tocó el timbre del departamento ‘6’, el que le habían dicho que estaba en alquiler. No se puede pasar por alto el portero automático. La marca ''porterito'', lo que le daba algo de aniñado y algo de berreta a la vez, y los botones, si así se les puede llamar, desordenadamente desperdigados por todo el metal barato q lo conformaba, escrito en tinta roja y pegados con papelitos blancos de letras azules. El orden, de derecha a izquierda, y de arriba hacia abajo; 1-2- 3-5 4-8 7-6. Eso por supuesto le agradó; tan fuera de orden...Tan Astor.
El timbre sonó en el mismo portero y en todo el recinto, y del departamento que debería ser el 3 por orden lógico, o el 6 por orden inverso, o el 5, o el 4, salió una mujer con tres críos colgando. Uno mascándole una teta y los otros dos pidiéndole pan, uno de cada pierna. Pateó una palangana rosa y se metió fastidiosa a su departamento.
Astor espero casi diez minutos hasta que llegó otro citado a ver el departamento. Tendría compañero de rapto, pensó Astor al ver al joven lungo. ¿Estás para el departamento?/si/¿El 6?/si. Y se quedaron esperando en la puerta abierta sostenida por el adoquín.
A eso de unos diez minutos más, salió del departamento de al lado del de la mujer zarigüeya, un viejo redondo y blanco, de camisa leñadora y un morral negro donde seguramente llevaba un peine negro con el que acomodaba tan prolijamente las lanas canosas que remendaban su calvicie brillante. Los hizo pasar al departamento; un tragaluz tapado con plástico dejaba caer unas gotas en el pasillo. El Don ya se iba y apuraba el trámite. Ya la sensación de peligro cesaba y lo risueño afloraba por todo el entorno, lo lúdico de la figura que tranquilamente podría esconder un peligro atroz, pero que en el fondo Astor sabía que era imposible que esa atmósfera acarreara su muerte, que no era el día.
Era un cuartucho hecho a ojo borracho, ideal guarida de matarife de cuarta o rufián de época dorada. Una mesada de madera aglomerada, cables pelados y manchas de humedad. Miró al otro visitante que se perdió en un placard que abría irregular y ruidosamente. Le dio la mano al señor redondo y saludó al muchacho; demasiado chico para mi/si demasiado. Encendió otro cigarrillo y con una sonrisa cómplice con la estupidez, se dirigió con los pies empapados saltando conejamente los charcos de un Palermo gris y blando.

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