miércoles, 27 de febrero de 2013

René Müller

‘Hubo una vez en los campos, lejos del pueblo, una familia cuyo hijo menor decidió, mientras tomaba un refrescante baño, nunca salir del río. Permaneció meditando estático hasta el momento de su temprana muerte mientras su cuerpo empezaba a tomar el aspecto de una planta. Su nombre fue Hi Lang pero lo llamaban ``Yunko’’, que significa parecido a una larga vara. Así nació el junco según esta clásica historia china que acabo de inventar.’ Mientras René esperaba el colectivo en el Barrio Judío se afirmaba a si mismo más fuertemente la hipótesis de su constante enarbolación. Al principio no parecía ser más que una simple y onda depresión lo que lo sumergía en esos estados tambaleantes y vacíos. Lo primero que llevó a René a proponer la teoría de la enarbolación fueron las ramificaciones constantes y cada vez mas aceleradas que veía crecer por sobre su cabeza, comenzando los primeros días a subir por entre sus sienes, y más adelante en el transcurso de las semanas, ya brotaban alborotadas desde el occipital, la mollera, algunas del cuello y una caprichosísima en forma de hoz que se hacía paso desde la parte derecha de su frente, como el gancho de una percha, y vaya a saber qué podría colgar de ahí. Cuando las primeras hojas de los árboles empezaban a caer en abril, René estaba más verde que nunca. Se desprendían grandes tramos desde brazos, piernas, tronco (vaya paradoja) y algunos borbotones en la cara le daban ese aspecto de púber vegetal con un acné de hojas cadúceas y algunas ramillas pintorescas. El momento de vestirse era increíblemente incómodo pero por supuesto, no era tiempo de podarse ninguna de sus extremidades aún; se dejaba enarbolar así como Yunko se dejaba morir. Su mayor frustración eran los pantalones. Odiaba la idea de tener un rabo de madera en sus ancas y tener que romper cada jean para que semejante protuberancia se haga paso hacia el exterior. Se cuidaba minuciosamente en cuanto a su hidratación, y la luz solar era dosificada en su justa medida. Casi como automatizado seguía esa rutina botánica en su cuerpo. Fumaba con los recaudos que nunca había tomado en su vida 100% animal, evitando rozar siquiera sus queridas astas, como René llamaba en chiste a sus protuberancias faciales. Era un ser peligrosamente inflamable. Para evitar tener mas problemas en el transporte público (jura haber dejado tuerto a un vendedor de agendas en el subte) empezó a trasladarse a pie a todos lados desde el tercer mes del suceso. Aún así, con tantas evidencias, no descartaba que todo sea una simple alergia o alguna extraña mutación después de tantas horas de encierro en los talleres de la vieja metalúrgica, hace unos años. Siempre fiel a su miedo a los especialistas clínicos decidió diagnosticarse stress morfológico, una afección que inventó y a la vez descubrió desde su extraño caso. El tratamiento que se sugirió comenzó con la renuncia a su puesto en el Ministerio de Obras Públicas acusando al lugar de ser su principal mal de este estado que hasta allí no encontraba aberrante. A los siete meses del primer brote, con flores en casi todo su cuerpo, si podría llamársele así, comenzó a sentir intensamente el flujo de un líquido espeso que corría por entre sus venas, al que denominó savia sanguínea, y propuso la segunda teoría de una metabolización simbiótica donde sus órganos animales se conectaban cada día mas a sus ramas. La enarbolación era inminente, sus venas eran ya una extensión de sus brazos de madera, pero era escéptico en cuanto al drástico proceso que temía, y prefería seguir sosteniendo como la ya mencionada metabolización. Ya sin flores y con muchos de sus rasgos humanos apagados, perdido en el Barrio Judío decidió esperar el 60 y volver a su casa como una persona mas. Su sedentarismo lo hacía caminar poco, y quedarse días encerrado en su casa. No veía a sus amigos que argumentaban verlo bien, pero con unos kilos de más. Nadie entendía, sólo se cerraba a su vegetal pensamiento. Cuando el colectivo frenó no pudo emitir movimiento. Estaba echando raíces, sentía un impulso que lo llevaba a correr pero sólo en su cabeza humana, sólo en su cuerpo original. El estancamiento no era ilusorio, era tan real como el colectivero que le gritaba improperios al pobre hombre árbol seguido de un bocinazo y de una tosca arrancada. Solo y estático, aferrado al pasto de la vereda, aceptó finalmente su tan temido diagnóstico; la enarbolación era un suceso en el aquí y el ahora, en el mundo real, era un hecho certero. Lloró unas cuantas esporas y recordó lo lindo del movimiento, lo frenético de sus brazos, la velocidad en sus piernas, su risa y su voz, sus amigos y sus chapuzones en el mar. Recordó, pero no sintió.

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