jueves, 2 de agosto de 2012

Luna

No evocaba en mí mas que soledad. Reflejada en esas caminatas largas a mediatarde, naranja, sobre los adoquines firmes y delicadamente desprolijos de las callezuelas parisinas. O en el tango tristón ese, a kilometros de casa. O este mismo escrito, trazado en tinta roja, con un café de compañero. Esas son tardes!
Nada hasta aquí se asemejaba a lo vivido, ni a lo leído, ni a nada. Eran mi soledad y mi cuerpo. Mi alma se habia fugado distraída hacia una feriecilla gitana a metros de la silla de mimbre donde estaban mi cuerpo y mi soledad. Para agrado de muchos y desencanto de pocos (en realidad desencanto sólo de una persona) apareció la Luna. Asomó con una sonrisa blanca y redonda. La Luna es un sólo diente, redondo y único. Y el cielo era una gran caries visto desde acá, que atacaba la blancura de la Luna, pobrecita. Su pureza. Eso me cautivaba. Apetecía un trago de vino, solo, como todo este día maravilloso, lejos del hogar. Luna, hermosa, mas joven y radiante que nunca. La culpa por desearla tanto! Un ente casi intocable esa Luna. Teníamos tantas cosas en común... ella caminaba sola en el medio de la ciudad iluminada por faroles clandestinos y otros compinches de sordos ruidos festivos. Y yo, estático y redondo, ahí, en ese cielo azabache con estrellas que me miraban medio celosas por el aura violácea que irradiaba.
La soledad nos unía en el mas respetuoso bochinche. La sonrisa cómplice que me regaló me hizo estallar de alegría. Dos solitarios vencimos a la soledad.

1 comentario:

  1. me conmovio, relamnete me gusto muchisimo, hay frases magicas... lo felicito señor escritor, siga tocando el alma!

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