El Sarmiento es una fábrica de
olores. A medida que los pasajeros suben cada uno con el suyo, se van gestando
nuevos sabores (de olores), y también influye el olor que deja el que se baja.
Porque si se bajara un telemarketer (abundante perfume berreta obvio) en Ramos
Mejía, no sería lo mismo que si lo tuviéramos hasta Floresta. Su estela
quedaría impregnada por mucho más tiempo y capaz se uniría al nauseabundo y
orínico aroma (de pis claro está) del vagabundo de Morón que justamente me mira
con gesto adusto con una de sus tres zapatillas en la mano. La fragancia madre
en las zonas aledañas al furgón y en el mismo, es la de una planta incinerada,
cuyo nombre científico es denominado cannabis sativa. Desconozco más
información sobre la misma, pero en materia de olores, parece haber mucha
variedad, que dependerá de la hoja utilizada. El olor más común suele ser
espeso, dulzón y simpático. Su mezcla con un olor X, digamos, un sandwich de
milanesa calentito, casi siempre combina bien, siendo de los aromas más fieles
en el arte de la coctelería olfativa. Los días de verano o los de mayor
concurrencia, llámese hora pico por el que lo frecuenta, o ganado humano, por mí
(donde no podría estar escribiendo esto) el factor sudor juega un papel
preponderante por su variedad...ya sea en sus versiones onion or cheese.
(Véase cebolla o queso en el diccionario sajón)
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