martes, 8 de mayo de 2012

Paranoia en la bruma, o quién nos manda a pensar tanto?


Bueno, Astor se encontraba totalmente perplejo por una de las catástrofes que le había tocado vivenciar.  Catalogó de catástrofe el suceso por el sólo hecho de desconocer el significado del mismo. Prejuzgar, prejuzgar le decía el cerebro a Astor.
Mientras tanto la parada del colectivo se volvía un enjambre, y Astor, sentado en un asiento de plástico y sin hacer la fila fumaba un azul. La gente miraba mal al ver a Astor fumando eso raro. Prejuzgar, prejuzgar le decía cada cerebro a cada persona.
Saludo y charla con conocida de por medio, Astor vuelve a su soledad (no tanto, por su música y su azul). Llegó el momento de muerte del azul tan kamikaze y a la vez lento asesino. Las horas habían pasado y es ahí (Perdón, no sé si entendió, es AHÍ!!!) donde la catástrofe ocurre. Un frío extraño recorrió las piernas de Astor y desde el interior de su bolso negro lo desconocido; un humo blanco y denso escapaba de los poros del bolso. Lo más llamativo fue ese aroma peculiar, ¡conocido! ¿Pero que era? ¿De repente el destino le decía que sus pulmones iban a quedar negros como ese bolso por culpa de los azules fumados cada vez con más frecuencia? ¿Era una señal cuasidivina que procuraba con una delicada muestra gráfica alargarle la vida a Astor?
Lo más impredecible y chocante de la escena ocurrió segundos después. El aroma fue reconocido. Era el aroma de Astor. La piel se le heló. Los poros parecían erupcionar los vellos que estaban erectos y firmes como suricatos. Todo tenía sentido (¿todo tenía sentido?) El bolso no era el reflejo de sus pulmones sino de él mismo. Su alma se envenenaba de ese humo frío y con aroma a Astor, con su esencia. ¿La esencia era el humo o la esencia moría con el humo? ¡¡¡La esencia era el humo!!! ¡Astor perdía su esencia! Todo por la maldita estructura, por esas cosas impuestas. Pero lejos de echarle la culpa a su lineal trabajo o a su rutina, culpaba a la puta sociedad, no sólo las enseñanzas de sus padres (que también fueron impuestos, y a la vez impuestos de comportamientos por los abuelos también impuestos…¡uf¡), sino a las propias costumbres creadas, las tres cucharaditas del café, el botón de arriba de la camisa desprendido como el último, la raya al medio del pelo hacia la derecha, el no pisar la línea de la baldosa. ¡BASTA¡
La cabeza le giraba, pero la gente veía un tipo inmóvil en un asiento de plástico en la parada del colectivo.
No sabía si vomitar, correr, llorar, explotar. Con un irreverente gesto de valentía por desafiar al destino se puso firme y decidió abrir la mochila con los ojos llorosos. No sabía que le esperaba, no le importaba. Se sentía ya muerto en vida. Las posibilidades de un nuevo Big Bang interno lo azotaban a martillazos en las sienes y en lo único que pensaba era en su hermano y sus padres.
Las manos frías y sudorosas se aferraron al cierre del bolso azabache y con un tirón arremetedor (zas! Hizo) lo abrió mientras el humo seguía saliendo. La catástrofe empezó. Todo lo que pensó, sintió, actuó, fue en vano. Todo iba más (o menos) allá. Todo tenía sentido y eso lo abrumaba mas. Explicaciones por miles había maquinado pero la única respuesta (tan evidente) la descubrió con los ojos. Comprendió por qué sentía su esencia en ese humo y el por qué del humo. Señores lectores, les recomiendo que al guardar junto a muchas otras cosas el desodorante en su mochila, ruegue ponerle la tapita o cerrar en su defecto la traba de seguridad. De lo contrario el contenido del mismo saldrá por los poros de su bolso en forma de un humo espeso y de insoportable pensamiento.

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